ÍNDICE EXTENSIÓN UNIVERSITARIA Nº 86 |
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Hace algún tiempo me paseaba yo por una florida campiña estival, en compañía de un amigo taciturno y de un joven pero ya célebre poeta que admiraba la belleza de la naturaleza circundante, mas sin poder solazarse con ella, pues le preocupaba la idea de que todo ese esplendor estaba condenado a perecer, de que ya en el invierno venidero habría desaparecido, como toda belleza humana y como todo lo bello y noble que el hombre haya creado y pudiera crear. Cuanto habría amado y admirado, de no mediar esta circunstancia, parecíale carente de valor por el destino de perecer a que estaba condenado. Sabemos que esta preocupación por el carácter perecedero de lo bello y perfecto puede originar dos tendencias psíquicas distintas. Una conduce al amargado hastío del mundo que sentía el joven poeta; la otra, a la rebeldía contra esa pretendida fatalidad. ¡No! ¡Es imposible que todo ese esplendor de la Naturaleza y del arte, de nuestro mundo sentimental y del mundo exterior, realmente esté condenado a desaparecer en la nada! Creerlo sería demasiado insensato y sacrílego. Todo eso ha de poder subsistir en alguna forma, sustraído a cuanto influjo amenace aniquilarlo. Mas esta pretensión de eternidad traiciona demasiado claramente su filiación de nuestros deseos como para que pueda pretender se le conceda valía de realidad. También lo que resulta doloroso puede ser cierto; por eso no pude decidirme a refutar la generalidad de lo perecedero ni a imponer una excepción para lo bello y lo perfecto. En cambio, le negué al poeta pesimista que el carácter perecedero de lo bello involucrase su desvalorización. Por el contrario, ¡es un incremento de su valor! La cualidad de perecedero comporta un valor de rareza en el tiempo. Las limitadas posibilidades de gozarlo lo tornan tanto más precioso. |
Manifesté, pues, mi incomprensión de que la caducidad de la belleza hubiese de enturbiar el goce que nos proporciona. En cuanto a lo bello de la Naturaleza, renace luego de cada destrucción invernal, y este renacimiento bien puede considerarse eterno en comparación con el plazo de nuestra propia vida. En el curso de nuestra existencia vemos agostarse para siempre la belleza del humano rostro y cuerpo, mas esta fugacidad agrega a sus encantos uno nuevo. Una flor no nos parece menos espléndida porque sus pétalos sólo estén lozanos durante una noche.
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Tampoco logré comprender por qué la limitación en el tiempo habría de menoscabar la perfección y belleza de la obra artística o de la producción intelectual. Llegue una época en la cual queden reducidos a polvo los cuadros y las estatuas que hoy admiramos: sucédanos una generación de seres que ya no comprendan las obras de nuestros poetas y pensadores, ocurra aun una era geológica que vea enmudecida toda vida en la tierra..., no importa; el valor de cuanto bello y perfecto existe sólo reside en su importancia para nuestra percepción; no es menester que la sobreviva y, en consecuencia, es independiente de su perduración en el tiempo. Aunque estos argumentos me parecían inobjetables, pude advertir que no hacían mella en el poeta ni en mi amigo. Semejante fracaso me llevó a presumir que éstos debían estar embargados por un poderoso factor afectivo que enturbiaba la claridad de su juicio, factor que más tarde creí haber hallado. Sin duda, la rebelión psíquica contra la aflicción, contra el duelo por algo perdido, debe haberles malogrado el goce de lo bello. La idea de que toda esta belleza sería perecedera produjo a ambos, tan sensibles, una sensación anticipada de la aflicción que les habría de ocasionar su aniquilamiento, y ya que el alma se aparta instintivamente de todo lo doloroso, estas personas sintieron inhibido su goce de lo bello por la idea de su índole perecedera. Al profano le parece tan natural el duelo por la pérdida de algo amado o admirado, que no vacila en calificarlo de obvio y evidente. Para el psicólogo, en cambio, esta aflicción representa un gran problema, uno de aquellos fenómenos que, si bien incógnitos ellos mismos, sirven para reducir a ellos otras incertidumbres. Así, imaginamos poseer cierta cuantía de capacidad amorosa -llamada “libido”- que al comienzo de la evolución se orientó hacia el propio yo, para más tarde -aunque en realidad muy precozmente- dirigirse a los objetos, que de tal suerte quedan en cierto modo incluidos en nuestro yo. Si los objetos son destruidos o si los perdemos, nuestra capacidad amorosa (libido) vuelve a quedar en libertad, y puede tomar otros objetos como sustitutos, o bien retornar transitoriamente al yo. Sin embargo, no logramos explicarnos -ni podemos deducir todavía ninguna hipótesis al respecto- por qué este desprendimiento de la libido de sus objetos debe ser, necesariamente, un proceso tan doloroso. Sólo comprobamos que la libido se aferra a sus objetos y que ni siquiera cuando ya dispone de nuevos sucedáneos se resigna a desprenderse de los objetos que ha perdido. He aquí, pues, el duelo.
La plática con el poeta tuvo lugar durante el verano que precedió
a la guerra. Un año después se desencadenó ésta y robó
al mundo todas sus bellezas. No sólo aniquiló el primor de los
paisajes que recorrió y las obras de arte que rozó en su camino,
sino que también quebró nuestro orgullo por los progresos
logrados en la cultura, nuestro respeto ante tantos pensadores y
artistas, las esperanzas que habíamos puesto en una superación
definitiva de las diferencias que separan a pueblos y razas entre No es de extrañar que nuestra libido, tan empobrecida de objetos, haya ido a ocupar con intensidad tanto mayor aquellos que nos quedaron; no es curioso que de pronto haya aumentado nuestro amor por la patria, el cariño por los nuestros y el orgullo que nos inspira lo que poseemos en común. Pero esos otros bienes, ahora perdidos, ¿acaso quedaron realmente desvalorizados ante nuestros ojos sólo porque demostraran ser tan perecederos y frágiles? Muchos de nosotros lo creemos así, pero injustamente, según pienso una vez más. Me parece que quienes opinan de tal manera y parecen estar dispuestos a renunciar de una vez por todas a lo apreciable, simplemente porque no resultó ser estable, sólo se encuentran agobiados por el duelo que les causó su pérdida. Sabemos que el duelo, por más doloroso que sea, se consume espontáneamente. Una vez que haya renunciado a todo lo perdido se habrá agotado por sí mismo y nuestra libido quedará nuevamente en libertad de sustituir los objetos perdidos por otros nuevos, posiblemente tanto o más valiosos que aquéllos, siempre que aún seamos lo suficientemente jóvenes y que conservemos nuestra vitalidad. Cabe esperar que sucederá otro tanto con las pérdidas de esta guerra. Una vez superado el duelo, se advertirá que nuestra elevada estima de los bienes culturales no ha sufrido menoscabo por la experiencia de su fragilidad. Volveremos a construir todo lo que la guerra ha destruido, quizá en terreno más firme y con mayor perennidad. Sigmund Freud www.momgallery.com |
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EL CHISTE Fragmento A) PARTE ANALÍTICA (12) De otro distinto género de representación indirecta de que el chiste se sirve -la metáfora- no hemos querido tratar hasta ahora por tropezar su investigación con nuevas dificultades, a más de aquellas otras que ya en anteriores ocasiones nos han salido al paso. Ya convinimos antes en que, en muchos de los ejemplos sometidos al análisis, no lográbamos desterrar cierta vacilación al considerarlos como chistes, y hemos reconocido, en esta inseguridad, una alarmante debilidad de los fundamentos de nuestra investigación. Con ningún otro material se hace más marcada y frecuente esta nuestra inseguridad como al analizar los chistes por comparación. La sensación que me hace decir -y no sólo a mí, sino, en iguales circunstancias, a un gran número de personas-: “Esto es un chiste y hay que considerarlo como tal aun antes de haber descubierto el carácter esencial del chiste”; esta sensación me abandona con mayor frecuencia que en ningún otro caso en los chistes por comparación. Cuando sin reflexionar he calificado de chiste una metáfora, creo observar instantes después que el placer que me ha proporcionado es de diferente cualidad que aquel que suelo deber a los chistes, y la circunstancia de que las metáforas chistosas sólo rara vez provocan la explosión de risa que confirma a un buen chiste, me hace imposible salir de mis dudas, obligándome a limitarme a los mejores y más eficaces ejemplos de este género. La existencia de excelentes y eficaces ejemplos de metáforas que no nos hace en absoluto la impresión de chistes es fácilmente demostrable. La bella comparación de la ternura que corre a través del Diario de Otilia, con el rojo hilo de los cordajes de la marina inglesa, es una de ellas; otra, que aún no me he cansado de admirar y que siempre me produce una impresión igualmente viva, es aquella con la que Fernando Lasalle cierra una de sus famosas defensas (la Ciencia y los trabajadores): “Un hombre que, como ya antes os he expuesto, ha consagrado su vida al lema “La Ciencia y los trabajadores”, no sentirá ante una condena más impresión que aquella que la explosión de una retorta pudiera causar a un químico absorto en sus experimentos científicos. Con un ligero fruncimiento de cejas ante la resistencia de la materia continuará el investigador serenamente -una vez terminada la interrupción- su análisis y experimentos.” Las obras de Lichtenberg nos ofrecen un rico y selecto acervo de chistosas metáforas. De ellas tomaré el material necesario a nuestra investigación.
Fotografía de boda. 1886. (Sigmund Freud y Hartha Bernays). |
Freud con Wilhelm Fliess, 1890 Es casi imposible atravesar una muchedumbre llevando en la mano la antorcha de la verdad sin chamuscar a alguien las barbas. Realmente presenta esta frase apariencias de chiste; pero considerándola detenidamente se echa de ver que el efecto chistoso no parte de la comparación misma, sino de una cualidad accesoria. La “antorcha de la verdad” no es ciertamente una metáfora nueva, sino por lo contrario, muy usada, y convertida ha largo tiempo en frase hecha, como sucede con toda comparación que por su acierto es recogida por el uso verbal. Mientras que en la expresión “la antorcha de la verdad” apenas si observamos ya la comparación, Lichtenberg vuelve a darle toda su energía primitiva edificando de nuevo sobre la metáfora y sacando de ella expresiones, que han perdido su fuerza significativa, nos es ya conocida como técnica del chiste y la incluimos en el múltiple empleo del mismo material. Pudiera muy bien suceder que la impresión chistosa producida por la frase de Lichtenberg procediese exclusivamente de esta conexión con la técnica del chiste. Por un motivo del chiste, pero igualmente explicable, parece chistosa la comparación siguiente: “Las críticas me parecen una especie de enfermedad infantil que ataca con mayor o menor virulencia a los libros recién nacidos, acarreando a veces la muerte a los más saludables, mientras que los débiles suelen salir indemnes. Algunos, muy pocos, se libran de ella. Se ha intentado con frecuencia protegerlos por medio de amuletos, tales como prólogos, dedicatorias y hasta autocríticas, pero todo ha sido en vano.” La comparación de las críticas con las enfermedades infantiles se limita al principio a la circunstancia de atacar al libro o al sujeto, respectivamente, como después de haber visto la luz. Hasta este punto no nos decidimos a atribuirle un carácter chistoso. Pero la comparación continúa: Resulta que el subsiguiente destino de los nuevos libros puede ser representado, dentro de la misma comparación, por medio de otras nuevas en ella fundadas. Esta prolongación de una comparación es indudablemente chistosa, pero ya sabemos a merced de qué técnica nos aparece como tal; se trata de un caso de unificación, o sea de constitución de una conexión inesperada. El carácter de la unificación no varía, en cambio, por consistir ésta aquí en la agregación a una primera metáfora. En varias otras comparaciones nos vemos inclinados a desplazar la innegable impresión chistosa sobre un factor totalmente extraño a la naturaleza de las mismas. Tales comparaciones contienen una singular yuxtaposición y a veces un enlace de absurda apariencia, o se sustituyen, por medio de uno de estos elementos, al resultado de la labor comparativa. La mayoría de los ejemplos de Lichtenberg pertenecen a este grupo. Todo hombre tiene también su trasero moral, que no enseña sin necesidad, y que cubre, mientras puede, con los calzones de la buena educación. El “trasero moral” es la singular asociación que aparece como resultado de la labor comparativa. Mas a ella se agrega una continuación de la metáfora con un juego de palabras (“necesidad”) y una segunda unión todavía más extraordinaria (“los calzones de la buena educación”), que quizá es chistosa por sí misma. No puede entonces maravillarnos recibir de la totalidad la impresión de una muy chistosa comparación, y comenzamos a darnos cuenta de que tendemos generalmente a extender, en nuestra valoración a una totalidad, el carácter que sólo corresponde a una parte de la misma. Los “calzones de la buena educación” nos recuerdan un verso de Heine, análogamente desconcertante: “Hasta que, por fin, me estallaron todos los botones -del pantalón de la paciencia.”
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Es innegable que estos dos últimos ejemplos entrañan un
carácter que no encontramos en todas las buenas y acertadas
comparaciones. Son metáforas “degradantes”, pues presentan
un objeto de elevada categoría, una abstracción (la buena educación,
la paciencia), unido a otro de naturaleza muy concreta y
hasta de un bajo género (los calzones). Más adelante examinaremos
la cuestión de si esta singularidad tiene o no algo que ver
con el chiste. Intentemos, por ahora, analizar otro ejemplo en el
que aparece con especial claridad este carácter “degradante.” El
hortera Weinberl, personaje de una comedia de Nestroy, describe
cómo recordará, cuando llegue a ser un acaudalado comerciante,
los tiempos juveniles, y dice: “Cuando así, en una íntima
conversación se barre la nieve que obstruye la entrada del
almacén de los recuerdos, se abren de nuevo los cierres del pretérito
y se colma el mostrador de la fantasía con las mercancías
de tiempos pasados...” Son éstas, ciertamente, comparaciones Volvamos a las metáforas de Lichtenberg: Los motivos que para obrar tenemos los hombres podían ordenarse del mismo modo que los 32 vientos (temas de un compás) y recibir una denominación análogamente compuesta; por ejemplo: pan-pan-fama o fama-fama-pan. Como muy frecuentemente en los chistes de Lichtenberg, es aquí la impresión de acierto, ingenio y sutileza tan predominante, que nuestro juicio sobre el carácter de lo chistoso es inducido en error. Cuando en tal aforismo se mezcla algo de chiste al excelente sentido total, somos siempre inducidos a considerar la totalidad como un excelente chiste. Mas, a mi juicio, todo lo que en este ejemplo es chistoso surge de la extrañeza que nos produce la singular combinación “pan-pan-fama”. Lo que en él hay de chiste es, por tanto, una representación por contrasentido. La reunión singular o la asociación absurda pueden ser expuestas también aisladamente como resultado de una comparación. Si hasta ahora hemos hallado que siempre que una comparación nos parecía chistosa debía el producir esta impresión a una intromisión de alguna de las técnicas del chiste que ya conocemos, otros ejemplos parecen confirmar que una comparación puede también ser chistosa por sí misma. Lichtenberg caracteriza determinadas odas con las siguientes palabras: “Son en la poesía lo que en la prosa las inmortales obras de Jakob Böhme: una especie de picnic en el que el autor pone las palabras y el lector el sentido.” Cuando filosofa vierte generalmente sobre los objetos una agradable luz de luna que nos complace, pero que resulta insuficiente para hacernos distinguir con precisión uno solo de ellos. Heine: Su rostro semejaba un palimpsesto, en el que, bajo la más reciente escritura de la copia monacal de un texto debido a un Padre de la Iglesia, aparecieran los medio borrados versos de un erótico poeta griego. O la continuada comparación, de tendencia marcadamente degradante, incluida en Los baños de Lucca: “El sacerdote católico obra como un dependiente de una gran casa comercial: la Iglesia, cuyo principal es el Papa, y que le señala una actividad determinada y un salario fijo. De este modo, trabaja indolentemente, como quien no lo hace por cuenta propia, tiene muchos colegas y permanece fácilmente inobservado en medio del gran tráfico comercial. Sólo le interesa el crédito de la casa y su conservación, para evitar que la bancarrota le prive de sus medios de subsistir. El cura protestante, en cambio, es en todas partes su propio jefe y lleva por su cuenta los negocios peligrosos. No comercia al por mayor, como su colega católico, sino solamente al por menor, y como tiene que atender personalmente a todo, es activo y vigilante, pondera a la gente sus artículos de fe y desprecia los de sus competidores. Como buen comerciante al por menor, se halla siempre en su tenducho, lleno de envidia contra todas las grandes casas comerciales y especialmente contra la romana, que tiene a sueldo muchos millares de tenedores de libros y ha establecido factoría en las restantes partes del mundo.” Ante este ejemplo, como ante otros muchos, no podemos negar que una comparación puede ser chistosa por sí misma y sin que haya necesidad de achacar la impresión que produce a una complicación con una de las técnicas del chiste que nos son conocidas. |
Mas nos escapa entonces por completo qué es lo que determina el carácter chistoso de la comparación, dado que éste no reside, desde luego, en la forma de expresión del pensamiento ni en la operación de comparar. No podemos, por tanto, hacer otra cosa que incluir la comparación entre los géneros de “exposición indirecta” de los que se sirve la técnica del chiste, y tenemos que abandonar, sin resolverlo, este problema que altratar de la comparación se ha alzado ante nosotros mucho más claramente que cuando examinamos los restantes medios del chiste. A razones especiales debe también de obedecer el hecho de que la decisión sobre si algo es o no un chiste no haya presentado en la comparación mayor dificultad que en anteriores formas expresivas. ¿Estamos seguros de que ninguna de las posibles técnicas del chiste ha escapado a nuestra investigación? Desde luego, no; pero continuando el examen de nuevo material, podemos convencernos de que hemos llegado a conocer los más frecuentes y esenciales medios de la elaboración del chiste, y por lo menos, los suficientes para formarnos un juicio sobre la naturaleza de este proceso psíquico. Y aunque no lo hayamos formado aún, hemos descubierto, en cambio, valiosas indicaciones acerca de la dirección en que debemos buscar más amplio esclarecimiento. Los interesantes procesos de la condensación con formación de sustitutos, que se nos han revelado como el nódulo de la técnica del chiste verbal, nos orientaron hacia la formación de los sueños, en cuyos mecanismos han sido descubiertos los mismos procesos psíquicos. Igual orientación nos marcan también las técnicas del chiste intelectual: desplazamiento, errores intelectuales, contrasentido, representación indirecta y representación antinómica, que, juntas o separadas, retornan en la técnica de la elaboración de los sueños. Al desplazamiento deben los sueños su extraña apariencia que nos impide ver en ellos la continuación de nuestros pensamientos diurnos. El empleo que en el sueño encuentran el contrasentido y el absurdo ha hecho perder a aquél la dignidad del producto psíquico e inducido a los investigadores a aceptar, como condiciones del mismo, el relajamiento de las actividades anímicas y la suspensión de la crítica, la moral y la lógica. La representación antinómica es en el sueño tan corriente, que hasta los mismos libritos populares, tan erróneos, sobre la interpretación de los sueños suelen contar con ella. La representación indirecta, la sustitución de la idea del sueño por una alusión, una nimiedad o un simbolismo a la comparación es precisamente aquello que diferencia la forma expresiva de los sueños de la de nuestra ideación despierta. Tan amplia coincidencia como la que existe entre los medios de la elaboración del chiste y los de la del sueño no creemos pueda ser casual. Demostrar detalladamente esta coincidencia e investigar sus fundamentos será uno de los objetos de nuestra futura labor.
Sigmund Freud
Freud con sus hijos, Ernst y Martín.
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A THOMAS MANN,
¡Querido Thomas Mann!: Tampoco considero digno de imitación el que en estas ocasiones festivas se anteponga el cariño al respeto, que se obligue al festejado a oír cómo se lo cubre de alabanzas en tanto que hombre, cómo se lo analiza y critica en tanto que artista. No quisiera hacerme culpable de semejante presunción. Pero hay algo que sí puedo permitirme: en el nombre de incontables de sus contemporáneos debo manifestarle nuestra convicción de que usted nunca haría ni diría -las palabras del poeta son, en efecto, acciones- nada que fuese cobarde o mezquino, de que usted, ni siquiera en épocas y en situaciones susceptibles de confundir el juicio, dejará de seguir el camino recto y de guiar por él a los demás. Cordialmente suyo,
FREUD
BORRADOR DE UNA CARTA 29-XI-1936
¡Apreciado amigo!:
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La coincidencia de dicha historia con la idea de la “vita vivida” y su prototipo mitológico, que usted expuso en su conferencia, hizo germinar en mí una reflexión que tomo ahora como motivo para conversar con usted como si se encontrara aquí, sentado frente a mí en este gabinete, sin que por ello pretenda, empero, una respuesta amable, ni menos aún una atenta consideración. Yo mismo no tomo muy en serio mi construcción hipotética, pero tiene para mí el encanto que despierta, por ejemplo, el restallido del látigo en un carretero jubilado. A saber: ¿existe un personaje histórico para el cual la vida de José sería el prototipo mítico, de modo que pudiéramos admitir que la fantasía de José fue el motor demoniaco oculto tras la completa imagen de su vida? Creo que Napoleón I fue esa persona.
a) Napoleón era corso, el segundo entre una
multitud de hermanos. El mayor, el único que lo precedía, se llamaba...
José, y ésta fue la circunstancia que marcó su destino, pues es así como
lo casual se entrelaza en la vida humana con lo inevitable. Las
prerrogativas del primogénito se respetan en la familia corsa con una
veneración rayana en lo sacrosanto. (Creo recordar que Alphonse Daudet
lo describió cierta vez en una novela: ¿me equivoco o fue en El nabab?
¿Acaso en otra parte? ¿O fue b) En otro plano, el joven Napoleón está tiernamente ligado a su madre y se esfuerza por sustituir al padre, muerto prematuramente, en la misión de amparar a los hermanos. Apenas llegado a general, le insinúan que case con una viuda joven, pero mayor que él, de alto rango y de influencia. Mucho habría que decir contra ella, pero para él probablemente fuese decisiva la circunstancia de que se llamase Josefina. Gracias a este nombre puede transferirle un parte de los lazos cariñosos que lo atan al hermano mayor. Ella no lo ama, lo trata mal, lo engaña; pero él, el déspota, cínicamente frío por lo general para con las mujeres, se le aferra con pasión, se lo perdona todo. Le resulta imposible guardarle rencor. c) El enamoramiento de Josefina Beauharnais ya era inevitable a causa del nombre, pero naturalmente ella no podía representarle una identificación con José. Ésta, en cambio, se expresa al máximo en la famosa expedición a Egipto. ¿A qué otro lugar podríase ir sino a Egipto, si se es José, el que quería ser grande a los ojos de los hermanos? Si se examinaran detenidamente los móviles políticos de esta empresa acometida por el joven general, probablemente se comprobaría que sólo eran racionalizaciones forzadas de una idea fantástica. Por otra parte, con esta expedición de Napoleón se inicia el redescubrimiento de Egipto.
d) El propósito que impulsó a Napoleón hacia
Egipto lo realiza en Europa durante los años posteriores. Cuida de los
hermanos, exaltándolos al rango de príncipes y de reyes. El inútil de
Jerôme quizá haya sido su Benjamín. Y entonces repudia a Josefina. Con
ello comienza el eclipse. En adelante el gran destructor se dedicará
únicamente a su autodestrucción. La expedición |
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PREMIO
GOETHE DE 1930 Grundesee, 3-8-1930 Mi querido Dr. Paquet: Los homenajes públicos no me han sido precisamente prodigados en mi vida, de modo que pronto me habitué a poder prescindir de ellos. Mas no pretenderé negar que la adjudicación del Premio Goethe, instituido por la ciudad de Francfort, me ha alegrado sobremanera. Hay algo en ese premio que cautiva particularmente la fantasía, y una de sus disposiciones excluye la humillación que por lo general condicionan las distinciones de esta clase. Quiero agradecerle muy especialmente su carta, que me ha conmovido y admirado. Prescindiendo de la simpatía con que usted ha penetrado el carácter de mi obra, nunca he visto reconocidos los designios personales más íntimos de la misma con la claridad con que usted lo hace, y estaría tentado de preguntarle cómo ha llegado usted a reconocerlos.
A través de su carta a mi hija me entero de
que, desgraciadamente, no he de verlo en el futuro próximo, y las
dilaciones, a mi edad, son siempre inquietantes. Naturalmente, tendré el
mayor placer en recibir al señor que usted me anuncia, al doctor Michel.
Infortunadamente, no me será posible concurrir a la celebración en
Francfort: ya estoy demasiado achacoso para emprender semejante viaje.
Mas la concurrencia nada ha de perder por eso; Espero que se aceptará que haya trocado de tal modo el tema propuesto para mi disertación: “Las relaciones íntimas del hombre y del investigador con Goethe”; de lo contrario, le ruego que tenga la amabilidad de hacérmelo saber. Sinceramente suyo, Freud. DISCURSO EN LA CASA DE GOETHE, EN FRACFORT La obra de mi vida ha estado orientada hacia un único objetivo.
Habiendo observado los trastornos más
sutiles de la función psíquica en el ser sano y en el enfermo, quise
determinar -o, si ustedes lo prefieren, adivinar-, partiendo de tales
signos, cómo está estructurado el aparato que sirve a esas funciones y
qué fuerzas confluyen o divergen en él. Todo lo que nosotros -yo, mis
amigos y colaboradores- pudimos aprender siguiendo ese De ese confinamiento a una sola tarea me arranca ahora la distinción que tan sorprendentemente me ha sido conferida. El invocar la figura de ese gran hombre universal que en esta casa nació, que en estos ámbitos vivió su niñez, nos conmina a justificarnos en cierto modo ante él, nos plantea la pregunta de cómo habría reaccionado él si su mirada, atenta a todas las innovaciones de la ciencia, hubiese caído también sobre el psicoanálisis. Por la universalidad de su espíritu, Goethe se aproxima a Leonardo de Vinci, el maestro del Renacimiento, que, como él, era artista e investigador a la vez. Mas las personalidades humanas nunca pueden repetirse; tampoco entre estos dos grandes de la Humanidad faltan profundas discrepancias. En la naturaleza de Leonardo, el investigador no congeniaba con el artista, lo molestaba y quizá haya llegado a ahogarlo finalmente. En la vida de Goethe, ambas personalidades pudieron coexistir, sustituyéndose periódicamente en el predominio. Es lícito relacionar la disarmonía de Leonardo con cierta inhibición evolutiva que sustrajo a su interés todo lo erótico y, con ello, todo lo psicológico. En este respecto, evidentemente, la naturaleza de Goethe pudo desplegarse con más amplia libertad.
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Yo creo que Goethe no habría rechazado el psicoanálisis con ánimo hostil, como muchos de nuestros coetáneos lo hacen. En algunos sentidos él mismo llegó a aproximársele, pudo reconocer por su propia intuición buena parte de lo que desde entonces hemos visto confirmado, y numerosas concepciones que nos han atraído la crítica y el escarnio son sustentadas por él como naturales y evidentes. Así, por ejemplo, érale familiar el incomparable poder de los primeros vínculos afectivos de la criatura humana. En la dedicación del Fausto lo celebró con palabras que bien podríamos repetir, aplicándolas a todos nuestros análisis:
De nuevo os acercáis, vacilantes, figuras
Tal que una antigua y ya medio borrada
leyenda, De “Fausto” De la más fuerte atracción amorosa que experimentó en su madurez, hizo examen de conciencia en la siguiente exclamación dirigida a la amada: “¡Sí, tú fuiste, en tiempos ya pasados, mi hermana o mi mujer!” Así, no negó que estas primeras inclinaciones imperecederas tomen por objetos a personas del propio círculo familiar. El contenido de la vida onírica Goethe lo parafrasea con estas palabras tan expresivas:
Cuanto el hombre no es conocido Tras la sugestión de estos versos reconocemos la venerable e indiscutible definición de Aristóteles -soñar es proseguir nuestra actividad anímica mientras dormimos-, unida a la aceptación del inconsciente, que sólo el psicoanálisis agregó a dicha noción. Únicamente el enigma de la deformación onírica queda sin resolver.
Freud, 1931.
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En Ifigenia, quizá su obra poética más
sublime, Goethe nos muestra el conmovedor ejemplo de una expiación, del
alma doliente liberándole del peso de la culpa, y hace que esta catarsis
se lleve a cabo por medio de un apasionado despliegue afectivo, por la
influencia benéfica de la compasión amorosa. El poeta mismo intentó
repetidas veces administrar auxilio psíquico, como con aquel infeliz que
en sus cartas llama “Kraft”, con el profesor Plessing, del cual habla en
La Campagne de Francia, y el procedimiento que para ello aplicó va mucho
más allá de la confesión católica, coincidiendo en curiosos detalles con
la técnica de nuestro psicoanálisis. Quisiera citar aquí,
explícitamente, un ejemplo de influencia psicoterapéutica que el propio
Goethe describe en broma; quizá sea poco conocido; pero no por ello es
menos característico. De una carta a la señora
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Goethe siempre estimó en mucho al Eros, nunca trató de disminuir su poderío, siguió sus manifestaciones primitivas o aun caprichosas con el mismo respeto que las altamente sublimadas, y según me parece, defendió su unidad esencial, a través de todas sus formas de manifestación, con la misma energía con que en su tiempo lo hizo Platón. Quizá sea algo más que una mera coincidencia si en sus Afinidades electivas aplica a la vida amorosa una idea perteneciente a los conceptos de la Química, relación ésta de la cual es también un testimonio el nombre mismo del psicoanálisis. A menudo se nos dice que nosotros, los analistas, hemos perdido todo derecho de invocar el patronazgo de Goethe, pues habríamos ofendido la veneración que le es debida al intentar aplicarle el psicoanálisis, degradando a ese gran hombre al papel de mero objeto de un estudio analítico. Mas yo niego, en principio, que ello signifique o pretenda ser una denigración. Todos los que veneramos a Goethe no por ello dejamos de aceptar sin mayor resistencia los esfuerzos de sus biógrafos, que pretenden reconstruir su existencia partiendo de las informaciones y las crónicas disponibles. Mas, ¿qué pueden ofrecernos esas biografías? Aun la mejor y más completa no alcanzaría a contestarnos las dos preguntas que consideramos las únicas dignas de ser conocidas. No nos revelaría, en efecto, el enigma del milagroso talento que hace el artista, y no nos ayudaría a comprender mejor el valor y el efecto de sus obras. No obstante, es indudable que tal biografía cumple para nosotros una profunda necesidad, como lo advertimos claramente cuando la deficiencia de la tradición histórica impide satisfacerla: por ejemplo, en el caso de Shakespeare. Nos resulta a todos evidentemente desagradable no saber todavía quién escribió realmente las comedias, las tragedias y los sonetos de Shakespeare: si en realidad fue el inculto hijo del pequeño burgués de Stratford, que alcanzó en Londres una modesta posición como actor, o si, en efecto, no fue más bien un ariostócrata de alta alcurnia y de fina cultura, apasionadamente disoluto y más o menos degradado: Edward de Vere, decimoséptimo Earl de Oxford, lord gran chambelán hereditario de Inglaterra. ¿Cómo se justifica, empero, esta necesidad de conocer las circunstancias de la existencia de un hombre, una vez que sus obras han adquirido tal importancia para nosotros? Dícese, por lo general, que es la necesidad de acercárnoslo también humanamente. Así sea: trataríase entonces del anhelo de crear con tales seres vínculos afectivos que permitan equipararlos a los padres, maestros, modelos que hemos conocido personalmente o cuya influencia ya hemos experimentado, en la esperanza de que sus personalidades han de ser tan grandiosas y admirables como las obras que nos han legado.
Admitamos, con todo, que también interviene
en ello otra motivación. La justificación del biógrafo implica asimismo
una confesión. Cierto es que el biógrafo no pretende rebajar al héroe,
sino aproximárnoslo; pero ello significa reducir la distancia que de él
nos separa, o sea, que influye en el sentido de una disminución. Y es
inevitable que al familiarizarnos con la vida de un gran hombre nos
enteremos también de circunstancias en las cuales realmente no se portó
mejor que nosotros, en las que, en efecto, se nos aproxima humanamente.
No obstante, creo que debemos considerar legítimas las aspiraciones de
la biografía. Nuestra actitud para con los padres y maestros es, sin
remedio, ambivalente, pues la veneración que por ellos sentimos encubre
siempre un componente de hostil rebeldía. He aquí
Si el psicoanálisis se pone al servicio de
la biografía, tiene evidentemente
Aún lo mejor que logres saber, Sigmund Freud
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TRATAMIENTO - ¿A qué edad hay que empezar a cepillarse y por qué es necesario cepillarse los dientes? - Es necesario cepillarse los dientes porque la boca es un medio muy séptico, esto es, tiene millones de bacterias que en presencia de dulces, generan un ácido que ataca el esmalte dental, produciendo caries y por otro lado la placa bacteriana produce inflamación de la encía. Una encía inflamada se vuelve sangrante y consecuentemente, se pierde hueso de sostén del diente, de los tejidos de sostén del diente con el consecuente problema de la enfermedad periodontal causando pérdida de dientes por movilidad. También para combatir el mal aliento, que depende de la presencia de sustancias sintetizadas por las bacterias. Hay que cepillar los dientes y la lengua. - ¿A qué edad comenzar? - Cuando salen los primeros dientecitos, será la madre o la persona al cuidado de la higiene del niño, la que los cepillará. No es necesario usar pasta. A los dos años y medio aproximadamente el niño tiene todas las piezas temporarias, o dientes de leche como se les llama comúnmente. Alrededor de esa edad y como si fuera un juego hay que comenzar con el uso del cepillo dental, sin pretender que los limpie, tarea que seguirá ejerciendo el adulto hasta que el niño tenga la destreza necesaria para cepillarse él mismo. - ¿Y a partir de qué edad hay que llevar a los niños al dentista, es conveniente revisar de vez en cuando si tienen caries, o si necesitan ortodoncia, etc? - A partir de los tres años es conveniente comenzar con las revisiones, el niño se va familiarizando con el dentista. Si tuviera caries cuanto más pequeñas sean más fáciles serán de tratar y menos trastorno le traerá al niño. Cuando la caries es grande con mucha destrucción de la corona del diente, no sólo producirá dolor cosa que predispone mal al chaval para el tratamiento sino que puede perder espacio para los dientes que tendrán que salir en el lugar del temporario con la consiguiente dificultad para que los permanentes encuentren el sitio adecuado. Es muy importante no solo por problemas de alineación futura de los dientes sino por la salud en general ya que sabemos que un problema mayor puede originarse en un proceso infeccioso bucal.
- ¿O sea que los dientes de leche es conveniente arreglarlos - Por supuesto, si no estaríamos preparando un candidato a tratamiento de ortodoncia, o pondríamos en riesgo su salud y la posibilidad de un padecimiento por dolor que podríamos haber evitado. - Supongo que igual que hay una edad idónea para comenzar el tratamiento, también habrá un límite de edad. ¿Hasta qué edad puede uno comenzar un tratamiento de ortodoncia si lo necesita? - Depende del problema del que se trate. Hay tratamientos que conviene comenzarlos tempranamente, a los cuatro o cinco años, cuando se trata de corregir hábitos como la costumbre de chuparse el dedo, el labio, como la respiración por la boca que produce malformación de los maxilares y una gran sintomatología asociada. En estos casos hay que actuar conjuntamente con el otorrinolaringólogo si la causa de esta respiración fuera la presencia de vegetaciones o amígdalas enormes. Hay problemas que mejor tratarlos cuando estén todos los dientes permanentes erupcionados. La mejor edad para los tratamientos de ortodoncia es en la infancia y pubertad pero si tenemos problemas estéticos o funcionales en edad adulta, siempre que no haya un problema periodontal (de encías y tejidos de sostén del diente) se puede comenzar hasta los cincuenta y tantos años o más. - No debe ser fácil tratar a un niño, que se quede quieto el tiempo necesario. Luego está el miedo al dentista. ¿Cómo se maneja todo esto? - A veces los niños nos sorprenden porque aceptan ser tratados con mejor disposición que los adultos. Cuando un niño es llevado al dentista desde pequeño lo toma como algo natural y normalmente no hay problema para que se deje atender. Es muy importante la actitud de los padres a la hora de preparar al niño para la visita al dentista. Si los padres son aprehensivos o le transmiten el miedo, tendremos problemas para que abra la boca. De todas maneras el juego es una buena manera de ganarse la confianza de los pequeños, todo debe ser presentado lúdicamente. Hay casos más severos donde debemos recurrir a los psicoanalistas, para averiguar la causa del temor y conseguir que se deje atender.
Olga de Lucia Vicente. Odontóloga |
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