Sumario
“Voces en el tiempo”
I.- Epicuro saluda a Marx
Marx responde (I)
Marx responde (II)
II.- Freud y El estar en la cultura (I)
II.- Freud y El estar en la cultura (II)
II.- Freud y El estar en la cultura (III)
II.- Freud y El estar en la cultura (IV)
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“Voces en el tiempo” Publicado en El indio del Jarama nº 33, 34, 35 y 36
I.- Epicuro saluda a Marx. Marx responde - II.- Freud y El estar en la cultura - III.- El discurso de la libertad - IV.- La libertad de escribir

Así, reconocemos el elevado nivel cultural de un país cuando comprobamos que en él se realiza con perfección y eficacia cuanto atañe a la explotación de la tierra por el hombre y a la protección de éste contra las fuerzas elementales; es decir, en dos palabras: cuando todo está dispuesto para su mayor utilidad. En semejante país los ríos que amenacen con inundaciones habrán de tener regulado su cauce y sus aguas conducidas por canales a las regiones que carezcan de ellas; las tierras serán cultivadas diligentemente y sembradas con las plantas más adecuadas a su fertilidad; las riquezas minerales del subsuelo serán explotadas activamente y convertidas en herramientas y accesorios indispensables; los medios de transporte serán frecuentes, rápidos y seguros; los animales salvajes y dañinos habrán sido exterminados y florecerá la cría de los domésticos. Pero aún tenemos otras pretensiones frente a la cultura y -lo que no deja de ser significativo- esperamos verlas realizadas precisamente en los mismos países. Cual si con ello quisiéramos desmentir las demandas materiales que acabamos de formular, también celebramos como manifestación de cultura el hecho de que la diligencia humana de vuelque igualmente sobre cosas que parecen carecer de la menos utilidad, como, por ejemplo, la ornamentación floral de los espacios libres urbanos, junto a su fin útil de servir como plazas de juego y sitios de aireación, o bien el empleo de las flores con el mismo objeto en la habitación humana. Al punto advertimos que eso, lo inútil, cuyo valor esperamos ver apreciado por la cultura, no es sino la belleza. Exigimos al hombre civilizado que la respete dondequiera se le presente en la Naturaleza y que, en la medida de su habilidad manual, dote de ella a los objetos. Pero con esto no quedan agotadas, ni mucho menos, nuestras exigencias a la cultura, pues aún esperamos ver en ellas las manifestaciones del orden y la limpieza. No apreciamos en mucho la cultura de una villa rural inglesa de la época de Shakespeare, al enterarnos de que ante la puerta de su casa natal, en Stratford, se elevaba un gran estercolero; nos indignamos y hablamos de “barbarie” -antítesis de cultura- al encontrar los senderos del bosque de Viena llenos de papeluchos. Cualquier forma de desaseo nos parece incompatible con la cultura; extendemos también a nuestro propio cuerpo este precepto de limpieza, enterándonos con asombro del mal olor que solía despedir la persona del Rey Sol; meneamos la cabeza al mostrársenos en Isola Bella la minúscula jofaina que usaba Napoleón para su ablución matutina. Ni siquiera nos asombramos cuando alguien llega a establecer el consumo del jabón como índice de cultura. Análoga actitud adoptamos frente al orden, que, como la limpieza, referimos únicamente a la obra humana; pero mientras no hemos de esperar que la limpieza reine en la naturaleza, el orden, en cambio, se lo hemos copiado a ésta; la observación de las grandes cronologías siderales no sólo dio al hombre la pauta, sino también las primeras referencias para introducir el orden en su vida. El orden es una especie de impulso de repetición que establece de una vez para todas cuándo, dónde y cómo debe efectuarse determinado acto, de modo que en toda situación correspondiente nos ahorraremos las dudas e indecisiones. El orden, cuyo beneficio es innegable, permite al hombre el máximo aprovechamiento de espacio y tiempo, economizando simultáneamente sus energías psíquicas. Cabría esperar que se impusiera desde un principio y espontáneamente en la actividad humana; pero por extraño que parezca no sucedió así, sino que el hombre manifiesta más bien en su labor una tendencia natural al descuido, a la irregularidad y a la informalidad, siendo necesarios arduos esfuerzos para conseguir encaminarlo a la imitación de aquellos modelos celestes.

Evidentemente, la belleza, el orden y la limpieza ocupan una posición particular entre las exigencias culturales. Nadie afirmará que son tan esenciales como el dominio de las fuerzas de la naturaleza y otros factores que aún conoceremos, pero nadie estará dispuesto a relegarlas como cosas accesorias. La belleza, que no quisiéramos echar de menos en la cultura, ya es un ejemplo de que ésta no persigue tan sólo el provecho. La utilidad del orden es evidente; en lo que a la limpieza se refiere, tendremos en cuenta que también es prescrita por la higiene, vinculación que probablemente no fue ignorada por el hombre aun antes de que se llegara a la prevención científica de las enfermedades. Pero este factor utilitario no basta por sí solo para explicar del todo dicha tendencia higiénica; por fuerza debe intervenir en ella algo más.

Pero no creemos poder caracterizar a la cultura mejor que a través de su valoración y culto de las actividades psíquicas superiores, de las producciones intelectuales, científicas y artísticas, o por la función directriz de la vida humana que concede a las ideas. Entre éstas el lugar preeminente lo ocupan los sistemas religiosos, cuya complicada estructura traté de iluminar en otra oportunidad; junto a ellos se encuentran las especulaciones filosóficas, y, finalmente, lo que podríamos calificar de “construcciones ideales” del hombre, es decir, su idea de una posible perfección del individuo, de la nación o de la Humanidad entera, así como las pretensiones que establece basándose en tales ideas. La circunstancia de que estas creaciones no sean independientes entre sí, sino, al contrario, íntimamente entrelazadas, dificulta tanto su formulación como su derivación psicológica. Si aceptamos como hipótesis general que el resorte de toda actividad humana es el afán de lograr ambos fines convergentes -el provecho y el placer-, entonces también habremos de aceptar su vigencia para estas otras manifestaciones culturales, a pesar de que su acción sólo se evidencia claramente en las actividades científicas o artísticas. Pero no se puede dudar de que también las demás satisfacen poderosas necesidades del ser humano, quizá aquellas que sólo están desarrolladas en una minoría de los hombres. Tampoco hemos de dejarnos inducir a engaño por nuestros juicios de valor sobre algunos de estos ideales y sistemas religiosos o filosóficos, pues ya se vea en ellos la creación máxima del espíritu humano, ya se los menosprecie como aberraciones, es preciso reconocer que su existencia, y particularmente su hegemonía, indican un elevado nivel de cultura.

 


Dibujo original de Miguel Oscar Menassa (D2437)

Como último, pero no menos importante rasgo característico de una cultura, debemos considerar la forma en que son reguladas las relaciones de los hombres entre sí, es decir, las relaciones sociales que conciernen al individuo en tanto que vecino, colaborador u objeto sexual de otro, en tanto que miembro de una familia o de un Estado. He aquí un terreno en el cual nos resultará particularmente difícil mantenernos al margen de ciertas concepciones ideales y llegar a establecer lo que estrictamente ha de calificarse como cultural. Comencemos por aceptar que el elemento cultural estuvo implícito ya en la primera tentativa de regular esas relaciones sociales, pues si tal intento hubiera sido omitido, dichas relaciones habrían quedado al arbitrio del individuo; es decir, el más fuerte las habría fijado a conveniencia de sus intereses y de sus tendencias instintivas. Nada cambiaría en la situación si este personaje más fuerte se encontrara, a su vez, con otro más fuerte que él. La vida humana en común sólo se torna posible cuando llega a reunirse una mayoría más poderosa que cada uno de los individuos y que se mantenga unida frente a cualquiera de éstos. El poderío de tal comunidad se enfrenta entonces, como “Derecho”, con el poderío del individuo, que se tacha de “fuerza bruta”. Esta sustitución del poderío individual por el de la comunidad representa el paso decisivo hacia la cultura. Su carácter esencial reside en que los miembros de la comunidad restringen sus posibilidades de satisfacción, mientras que el individuo aislado no reconocía semejantes restricciones. Así, pues, el primer requisito cultural es el de la justicia, o sea, la seguridad de que el orden jurídico, una vez establecido, ya no será violado a favor de un individuo, sin que esto implique un pronunciamiento sobre el valor ético de semejante derecho. El curso ulterior de la evolución cultural parece tender a que este derecho deje de expresar la voluntad de un pequeño grupo -casta, tribu, clase social-, que a su vez se enfrenta, como individualidad violentamente agresiva, con otras masas quizá más numerosas. El resultado final ha de ser el establecimiento de un derecho al que todos -o por lo menos todos los individuos aptos para la vida en comunidad- hayan contribuido con el sacrificio de sus instintos, y que no deje a ninguno -una vez más: con la mencionada limitación- a merced de la fuerza bruta.

(sigue...)

 

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