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Miguel Oscar Menassa
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Poesía y Flamenco: Todos los domingos
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RELACIONES DE PAREJA

-Usted, querida, espera ser amada por un hombre, que no amó nunca a nadie.

Usted, mi amor más joven, mi terciopelo rojo, espera ser amada por Dios.

Usted, mi pequeña carne enamorada, de no haberse encontrado conmigo estaba condenada al dolor.

Yo le dije todo eso porque la vi feliz, pero triste y ella de alguna manera salió de su tristeza.

-Mirá Turco, yo tengo 30 años, le dijo Zara, pero no me chupo el dedo.

Gozar, lo que se dice gozar, gocé por primera vez en el baño del café.

Y yo, que no estaba para monos, le dije:

-Y ¿qué querés? que te regale cien mil dólares, porque tuviste tu primer orgasmo conmigo o a lo mejor, querés que me haga responsable.

Yo fui el macho cantor que la hice gozar por primera vez, precisamente a ella, a la putita de todos, de Evaristo, del Master, del Profesor, de quien se le pusiera por delante y menos mal que chocaste conmigo, porque casi te casas con un niño recién nacido.

Y Zara a punto de molestarse:

-Que Miguel no era eso, era un...

-Andá a cagar piba, interrumpí yo, sin entender por qué habíamos llegado a esas palabras.

-Que no, insistió Zara, que Miguel no es un niño, y que yo me los tiré a todos porque te buscaba a vos.

A mí me lo habían dicho de buena fuente:

Entre ellos vive el Turco, el Turco de la guerrilla. cuando él te abrace, nena, sentirás al tocarlo que nunca viste una pija tan grande y ése es el Turco, me dijo Ohlinda, el Turco de la guerrilla.

-¿Quién te dijo? interrumpí a punto de volverme loco.

-Ohlinda, contestó naturalmente Zara.

-¿Pero vos sabés quién es Ohlinda? le pregunté un poco cabreado.

-Sí.

Comenzó a narrar Zara, un tanto extrañada de mi estado de ánimo:

-Ohlinda es una mujer de unos 50 años, hermosa, sabia, caliente, inteligente, escritora, madre de cuatro hijos.

Cuando nos sentamos las dos juntas en el banco de alguna plaza de Buenos Aires, al atardecer y ella intenta enseñarme todo lo que aprendió de los hombres, sobre todo de su marido, con el que vive hace 30 años y, todavía, se lo garcha todo lo que quiere, sus ojos brillan, de tal manera, contando esas historias que, a veces, el sol hace como que se oculta, antes de hacer seguir la tarde hacia su destino de amanecer.

-¿Ah, sí? dije yo, sin poder entender lo que me estaba ocurriendo y agregué sin saber si hacía bien o no:

-¿Y cuánto hace que la conocés a Ohlinda?

Y como Ella no respondió todo lo rápidamente que yo esperaba, agregué:

-No importa, lo que te quería decir es que Ohlinda vendrá a visitarnos esta tarde.

-¿Qué? quiso decir Zara, y yo no sé por qué le dije:

-Sí, con Ohlinda nos conocemos hace 30 años.

-Mi edad, casualmente, dijo Zara sonriendo.

Y se quedó jugando con sus cabellos esperando, tal vez, que yo la levantara en brazos y la tirara por la ventana.

A mí me gustaba esa mujer que juraba y rejuraba que conmigo gozaba como nunca le había pasado y algo de verdad había en lo que ella decía de sí misma, pero yo, esta vez, debo reconocerlo estaba como tonto, un poco escaso de inteligencia amorosa.

Ella fue al baño y dejó la puerta abierta, yo cobré ánimo y me bebí dos o tres tragos largos de un licor de fuego.

Ella, comienza a besar su propio rostro en el espejo del baño y ofrece sus nalgas a mis labios sedientos por amarla.

-Nunca nadie bailó exactamente para mí, desnuda para mí, le dije por decir algo y ella comenzó a mover el culo y a mojarse los dedos y luego con los dedos mojados por la saliva caliente, apretarse un poco los pezones como si ella misma se los chupara.

Y besaba, con ardor, su propia imagen en el espejo y me miraba con ojos de gozadora inmortal, y yo la veía acompañándose, entre otras mujeres amadas en el Olimpo y ella me miraba nuevamente y me lo decía:

-Yo, yo bailaré para vos, yo, Turco querido, bailaré para vos.
Y se movía al compás de una música imaginaria y yo me acercaba y le preguntaba al oído:

-¿Quién te hace bailar de esa manera, para quién bailás así?

-Bailo con ella, susurró caliente Zara, pero estamos bailando para vos. Y seguía agarrada a su propia imagen en el espejo y seguía ofreciendo su culo virgen, eso era lo más interesante, a mi boca sedienta por amar.

Entonces sentí, por primera vez, que yo era el Turco y que me convenía, rápidamente, entender algo de los sucesos que irremediablemente viviré.

Y entonces me dije, intentando decirle a esa piba, no sé qué tonterías justo cuando ella bailaba espectacular para mí:

-Dentro de unos días cumplo 58 años. Que no es, precisamente, beberse un sorbete de limón, ni siquiera secar las últimas lágrimas de un búfalo herido.

59 años, piba. Y...

Zara seguía bailando para mí, con una mujer imaginaria que la rozaba imperceptiblemente, haciéndola estremecer hasta la maldición.

58 años, una edad, una verdadera edad. La edad de un hombre que ya ha fracasado o ya ha triunfado. Todo, casi todo está en él.

Cuando ella me mira lánguidamente, todo comienza a ser distinto para mí. Un cielo azul, un cielo azul y blanco y ella se mueve y yo veo flamear una bandera azul y blanca y me veo firme a los seis años en el patio del colegio, gritando:

-¡Oíd el ruido de rotas cadenas! ¡guachas! ¡libertad! ¡libertad! ¡putitas! ¡libertad! ¡amadas! ¡libertad!

América se acercó dulcemente y le besó los labios.

No fue un beso apasionado, fue un beso señal, un “te quiero decir alguna cosa importante, pero no aquí”.

Un beso donde alguien imploraba alguna piedad.

Un beso que, si bien pequeño, ambicionaba concentrar en ese instante, en ese roce apenas registrable, toda la pasión.

Ella se tumbaba sobre la vida como sobre una cama espléndida.

Y se quedaba tumbada, quieta y hermosa, esperando que las cosas del mundo, al acontecer, le acontecieran.

Era loca y amable.

Hacía el amor permanentemente con ella misma.

 

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-Este es un vals eterno que bailo para ti, me decía y el vértigo
nos arrastaba a una música sin fin.

Éramos artesanos del buen decir y del besar.

Armonizábamos, sin pensarlo, palabra y movimiento.

Cuando hacíamos el amor nuestros pequeños cuerpos,
eran a la vez, distancia y luz, oquedades dispares.

Caminábamos los tres uno al lado del otro sin decirnos ninguna palabra, como si estuviéramos seguros de lo que hacíamos.

Nuestra mirada era firme y rápidos mis pasos.

A los pocos minutos ya habíamos alcanzado una velocidad considerable.

No volábamos, pero el mundo brillaba por su ausencia.

Eran los días del amor.

Entre nuestras vidas y el mundo había siglos de distancia.

Me arrodillé y comencé a chupar ese culo monumental y ella se sentía bendecida por dios. Más adelante se acostrumbraría, cada vez que yo le chupaba el culo, a quedarse ese día y muchas veces el siguiente, con una paz interior fenomenal.

Estaba claro que ella no podría nunca, dejar de sentir que yo era un hombre grande y un poco para ella, un gran hombre, casi 60 años, que había escribo miles de páginas.

Ella jamás dejaría de sentir que yo era un hombre que había sobrevivido al aburrimiento, al exilio, a la muerte, a la locura, gracias a varias mujeres alegres, hermosas, inteligentes y triunfadoras que estaban a su alrededor, entonces se preguntaba, Zara con desesperación:

-¿Por qué tendría que chuparme el culo, precisamente, a mí, por qué?

Y esa pregunta, la enloquecía.

-¿Por qué a mí? Turco, ¿por qué a mí?

-Mirá nena, a vos te chupo el culo porque te amo.

Y su boca se deshacía en besos, en chupadas, y de su concha comenzaba a emanar un flujo tibio y perfumado, y su culo se abría como una flor encarnada y sus ojos se entrecerraban, para poder imaginar otra mujer a nuestro lado.
Con lo que ella contestaba a su pregunta: ¿por qué a mí? anulándola de la siguiente manera:

-No es a mí, sino que es a ella a quien usted le chupa el culo.
Y ahí se relajó y me dijo tiernamente, como si yo le fuera a regalar una flor:

-Ahora, Turco, por favor, ahora despacito, Turco, despacito...

Yo mientras le chupaba, bueno mientras le metía hasta tres centímetros la lengua en el culo, le apretaba las nalgas y ella seguía diciendo:

-Por favor, despacito...

Cuando acerqué la pija su culo estaba todo mojado, me deslicé como pez en el agua y ella ¡cómo gritó! Gritó como mil mujeres pariendo la historia, pero no hizo un solo movimiento para separarse de mí y la pija nunca le terminaba de entrar del todo, porque yo lo hacía muy despacito, como ella me había pedido casi suplicando, y entonces a ella le gustaba cada vez más y a medida que se daba cuenta que lo que estaba gozando estaba pasando en su culo, me dijo gritando, llorando, riendo, amándose:

-Por favor, hasta el fondo, mi amor, Turco querido, hasta el fondo.

Y yo se la metí hasta el fondo y mi semen le llegó hasta la garganta y ella gritaba, perfumada de sus propios olores, amante enamorada del sexo del amor.

-Soy tuya, Turco. Ahora, soy totalmente tuya.

Capítulo XXII de la novela "El sexo del amor"
Autor: Miguel Oscar Menassa

 

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