Sumario
1981 - Madrid
Acta de Fundación
1974 - Buenos Aires
Editorial Revista "Grupo Cero" Nº 0
1974 - Buenos Aires
Editorial Revista "Grupo Cero" Nº 1
1976 - Buenos Aires
Editorial Revista "Grupo Cero" Nº 2
Freud y Lacan -hablados 5- (I)
Freud y Lacan -hablados 5- (II)
Miguel Oscar Menassa
Sobre las relaciones de pareja (I)
Sobre las relaciones de pareja (II)
Agenda
Poesía y Flamenco: Todos los domingos
Descargar nº 144
en PDF

RELACIONES DE PAREJA

Viene de Extensión Universitaria nº 143

-El Master había viajado a Madrid dispuesto a dar su conferencia. En una breve llamada de teléfono al Profesor, habían hablado, sin que mediara la casualidad, de Gustavo:

-No lo dejen solo, dijo el Master, si se queda solo con la merca, lo matará.

El Profesor habló con Ofelia y juntos estuvieron buscándolo por los lugares que frecuentaba. Llevaba dos días desaparecido.

Había puesto una raya de nieve en la encimera de la cocina, otra sobre la repisa del baño, otra en el mueble del teléfono, y otra en la mesita de luz.

Volvió a la cocina y agachándose sobre la encimera esnifó la primera raya. Así, comenzaba lo que sería el día más largo de su vida.

Dejó de notar la mucosa de su nariz, sentía los labios acorchados y tuvo la necesidad de mordérselos.

Después de todo pensó, ochocientos mil indios mascan hojas de coca todos los días, para seguir viviendo, no puede ser tan malo.

-Eres un hijo de puta, le decía la voz, y él repetía en voz muy alta:

-Soy un hijo de puta.

Apenas terminaba de esnifar la primera raya, cuando desaparecían sus efectos euforizantes y se dirigía con paso indeciso hacia la segunda, hizo así el camino hasta la cama, donde acabó con la última raya, que lo esperaba en la mesita de luz.

-Y ahora se acabó, te voy a dejar, hija de puta.

Pero ya era demasiado tarde para poder solo, ella se había instalado en su corazón, corría por sus venas a sus anchas, no podía parar, se movía a uno y otro lado del cuarto, las puertas se tornaron muros infranqueables que nunca podría abrir.

Las paredes latían desaforadamente, iba a ser asesinado, violado, torturado, todo a la vez. Estaba bañado en un mar de sudor caliente, su piel era fuego, las pupilas querían reventar el iris, el corazón. Era un ave de presa en una jaula demasiado pequeña.

Había perdido el control de sus movimientos respiratorios y el aire entraba y salía muy deprisa, como si cada respiración fuera la última. Estaba sembrado por el temblor. Y la voz, ahora femenina, le decía:

-Enano, no sirves ni para follar.

Empezó a notar los cristales de coca clavándose en la piel, perforando la epidermis, los músculos.

-¡Gusanos, gusanos! comenzó a gritar, habitado por el terror.
Le alcanzaron las últimas fuerzas para ir a la cocina y agarrar un cuchillo. Pensaba en hacerse múltiples incisiones en la piel para extraer los infinitos gusanos que recorrían su cuerpo.

Ya en el pasillo, fue asaltado por su imagen en el espejo. Los ojos desorbitados, una palidez cérea, el cabello empapado, sosteniendo un cuchillo demasiado grande para sus pequeñas manos temblorosas, se asustó de ese sí mismo, soltó el arma y cayendo de rodillas al suelo, comenzó a llorar desesperadamente.

Entre sollozo y sollozo, podían oírse fuertes golpes en la puerta, y su corazón estuvo varias veces a punto de claudicar.
Vienen por mí, se dijo, es el final, me matarán y quedaré como un idiota, un pobre drogadicto muerto como tantos. Ya apenas le quedaban fuerzas, para resistirse a lo que fuera que iba a suceder.

Vio cómo la puerta se venía abajo, cayó al suelo y comenzó a sentirse sacudido por intensas descargas eléctricas, como si un rayo le hubiera partido el pedazo de alma con el que, aún, era capaz de respirar. Todo él, después, era una inmensa laguna en la memoria, como de siglos.

Ofelia y el Profesor habían entrado con el médico en la habitación y lo encontraron convulsionando.

Se arrodilló junto a él, y apretó ambas ramas mandibulares con fuerza para abrir la boca y acceder a la vía aérea, cuando le introdujo el tubo de Guedel, los músculos maxilares perdieron su hipertonía y comenzó a realizar un movimiento de expulsión y aspiración del tubo, muy similar al chupeteo.

Cuando se despertó estaba en la cama de un hospital, con la sensación de haber sido asesinado, violado, torturado, todo a la vez.


Dibujo original de Miguel Oscar Menassa (D3111)

 


Dibujo original de Miguel Oscar Menassa (D3113)

Pero seguía sintiendo que sin “ella”, la diosa blanca, no podía vivir. Se levantó con dificultad de la cama, le dolía todo el cuerpo, pero al menos, así sentía que lo tenía.

-Ahora que soy humano, pensó, me partiría en mil pedazos si me lanzara por esta ventana, y se asomó al vacío, e intentando superar la sensación de vértigo, o quizá para sentirla, apoyó su cuerpo en el alfeizas y se fue arrastrando poco a poco, y dijo con los brazos abiertos:

-Allá voy, mi Buenos Aires querida.

En ese momento, la amiga de Ofelia, disfrazada de enfermera, con una bata que, por un lado, apenas llegaba al inicio de unos muslos tersos y jóvenes, dejando entrever un liguero de encaje blanco y, por otro, parecía que iba a reventar en cualquier momento, vencidos los botones por la fuerza de sus senos iluminados.

Entró de golpe en la habitación y lo agarró por los pies, que era el único lugar de su cuerpo que aún, permanecía dentro del cuarto, tirando de él con tanta fuerza que lo dejó en el suelo, boca abajo.

Cuando Gustavo levantó la cabeza, se encontró dos zapatos blancos de tacón de aguja, y acariciando con la mirada las piernas, llegó a intuir su regazo debajo de la falda, ella entreabrió las piernas, dejando una a cada lado del cuerpo de él, se agachó y lo agarró por la camisa del pijama, dándole la vuelta con violencia.

Gustavo la miraba absorto, sin poder creer lo que estaba sucediendo, ella lo tomó de la solapa y levantándolo, lo arrastró hasta la cama gritando:

-¿Qué pensabas hacer, boludo, dejarme sin amante?

Gustavo se tocó un poco todo el cuerpo, comprobó que los genitales seguían en su lugar, porque por un momento, pensó que habían ascendido por el retroperitoneo hasta el mediastino anterior, y no le permitían tragar ni respirar.

La violencia de la que ella era capaz, era seguramente mucho peor que la de una caída desde el piso número trece.
La amiga de Ofelia llamó entonces por el intercomunicador y le dijo:

-Ofe, ya puedes venir.

Ofelia entró en la habitación con el mismo atuendo que su amiga.

-Lo escuché todo ¿por qué salvaste a ese hijo de puta? es un drogadicto de mierda, vamos a agarrarlo entre las dos y a lanzarlo por la ventana para ver cómo se revienta, o mejor, vamos a cortarle la pija.

Mientras decía esto, ambas lo iban atando a la cama, sin que él pudiera darse cuenta.

-¿Y si nos lo follamos las dos? le preguntó a Ofelia, su amiga.

-¿Y si nos lo follamos todas? y llamó a tres o cuatro mujeres más por el intercomunicador. Entraron en la habitación cada una con una pila de libros bajo el brazo y rodeando la cama de Gustavo comenzaron a leer a Menassa, a Borges, a Aleixandre, a Freud, a Tuñón. Mientras, las que escuchaban se mordían con pasión los labios y sujetando con una mano el libro, se masturbaban unas a otras con sus seis manos libres.

Gustavo se sentía ahora, verdaderamente intoxicado.

Las mujeres son imposibles, pensaba. Ella sólo me da placer y no me pide que la ame a cambio, no me pide que la escuche.

Temblaba y se retorcía en el intento de desatarse las manos; me van a contagiar una enfermedad mortal: su frenético deseo de vivir.

Y una le daba de beber en la boca licores destilados de su sexo, y otra le acariciaba tiernamente los huevos y una tercera, sentada sobre su sexo se movía desesperadamente.

Y, ahí, Gustavo, entonces, entendía el mecanismo de los infartos producidos por la coca, mientras Ofelia y su amiga se devoraban ante sus ojos.

Cuando el médico entró en la habitación, encontró a Gustavo solo, realizando espasmódicos movimientos sobre la cama, estirándose como un arco, que fuera a lanzar al infinito, la certera flecha de su sexo yerto y emitiendo sonidos guturales entremezclados con algún verso de Menassa:

“Ante la duda, hay que seguir remando”.

El médico lo tomó con fuerza por los hombros, e intentando hacerlo escuchar, le dijo:

-¿Viste pibe? Llegaste a un lugar que ahora para sacarte tenemos que llamar a Menassa.

Y ahí Gustavo reaccionó algo.

-Uy, ¡qué cagada! Tenemos que llamar a Menassa.

Capítulo XXI de la novela "El sexo del amor"
Autor: Miguel Oscar Menassa

 

LA REVISTA DE PSICOANÁLISIS DE MAYOR TIRADA DEL MUNDO