(Viene
de Extensión
Universitaria nº 119)
III
LACAN
Y
EL DISCURSO DE LA LIBERTAD
Tenemos, a cada instante, que volver a preguntarnos
por qué estamos tan interesados en la cuestión
del delirio.
Para comprenderlo, basta recordar la fórmula
a menudo empleada por algunos, imprudentemente, respecto
al modo de acción del análisis, a saber,
que nos apoyamos en la parte sana del yo. ¿Hay
acaso ejemplo más manifiesto de la existencia
contrastante de una parte sana y una parte alienada
del yo, que los delirios que clásicamente
se denominan parciales? ¿Hay acaso ejemplo
más impactante que la obra de este presidente
Schreber que nos brinda una exposición tan
sensible, tan atractiva, tan tolerante, de su concepción
del mundo y de sus experiencias, y que manifiesta
con igual energía asertiva el modo inadmisible
de sus experiencias alucinatorias? Ahora bien, ¿quién
pues no sabe -éste es, diría, el hecho
psiquiátrico primero- que ningún apoyo
sobre la parte sana del yo permitirá ganar
un milímetro sobre la parte manifiestamente
alienada?
El hecho psiquiátrico primero, gracias al
cual el debutante se inicia en la existencia misma
de la locura en cuanto tal, conduce a abandonar toda
esperanza: toda esperanza de cura por ese rodeo.
Por eso mismo, hasta la llegada del psicoanálisis
siempre fue así, cualquiera sea la fuerza
más o menos misteriosa a la que se recurriese,
afectividad, imaginación, cenestesia, para
explicar esta resistencia a toda reducción
razonante de un delirio que se presenta sin embargo
como plenamente articulado, y accesible en apariencia
a las leyes de coherencia del discurso. El psicoanálisis
aporta, en cambio, una sanción singular al
delirio del psicótico, porque lo legitima
en el mismo plano en que la experiencia analítica
opera habitualmente, y reconoce en sus discursos
lo que descubre habitualmente como discurso del inconsciente.
No aporta sin embargo el éxito en la experiencia.
Este discurso, que emergió en el yo, se revela
-por articulado que sea, y podría admitirse
incluso que está invertido en su mayor parte,
puesto en el paréntesis de la Verneinung-
irreductible, no manejable, no curable.
En suma, podría decirse, el psicótico
es un mártir del inconsciente, dando al término
mártir su sentido: ser testigo. Se trata de
un testimonio abierto. El neurótico también
es un testigo de la existencia del inconsciente,
da un testimonio encubierto que hay que descifrar.
El psicótico, en el sentido en que es, en
una posición que lo deja incapacitado para
restaurar auténticamente el sentido de aquello
de lo que da fe, y de compartirlo en el discurso
de los otros.
Intentaré hacerles ver qué diferencia
hay entre discurso abierto y discurso cerrado a partir
de una homología, y verán que hay en
el mundo normal del discurso cierta disimetría
y que ya esboza la que está en juego en la
oposición de la neurosis con la psicosis.
Vivimos en una sociedad donde no está reconocida
la esclavitud. Para la mirada de todo sociólogo
o filósofo, es claro que no por ello está abolida.
Incluso es objeto de reivindicaciones bastante notorias.
Está claro también, que si la servidumbre
no está abolida, se puede decir que está generalizada.
La relación de aquellos a los que llamamos
explotadores no deja de ser una relación de
servidumbre respecto al conjunto de la economía,
al igual que la del común. Así, la
duplicidad amo-esclavo está generalizada en
el interior de cada participante de nuestra sociedad.
La servidumbre intrínseca de la conciencia
en este estado desdichado debe relacionarse con el
discurso que provocó esta profunda transformación
social. Podemos llamar a ese discurso el mensaje
de fraternidad. Se trata de algo nuevo, que no sólo
apareció en el mundo con el cristianismo,
puesto que ya estaba preparado por el estoicismo,
por ejemplo. Resumiendo, tras la servidumbre generalizada,
hay un mensaje secreto, un mensaje de liberación,
que subsiste de algún modo en estado reprimido.
¿Ocurre lo mismo con lo que llamaremos el
discurso patente de la libertad? De ningún
modo. Hace algún tiempo se cayó en
cuenta de una discordia entre el hecho puro y simple
de la revuelta y la eficacia transformadora de la
acción social. Diré incluso que toda
la revolución moderna se instituyó en
base a esta distinción, y a la noción
de que el discurso de la libertad era, por definición,
no sólo ineficaz, sino profundamente alienado
en relación a su meta y a su objeto, que todo
lo demostrativo que se vincula con él es,
hablando estrictamente, enemigo de todo progreso
en el sentido de la libertad, en tanto que ella puede
tender a animar algún movimiento continuo
en la sociedad. Persiste sin embargo el hecho de
que ese discurso de la libertad se articula en el
fondo de cada quien representando cierto derecho
del individuo a la autonomía.
Obviamente, nosotros confiamos mucho
menos en el discurso de la libertad, pero en cuanto
se trata de actuar, y en particular en nombre de
la libertad, nuestra actitud ante lo que hay que
soportar de la realidad, o de la imposibilidad de
actuar en común en el sentido de esa libertad,
tiene cabalmente el carácter de un abandono
resignado, de una renuncia a lo que sin embargo es
una parte esencial de nuestro discurso interior,
a saber, que tenemos no sólo ciertos derechos
imprescriptibles, sino que estos derechos están
fundados en ciertas libertades primordiales, exigibles
en nuestra cultura para todo ser humano.
|

Dibujo original de Miguel Oscar Menassa (D2389)
Hay algo irrisorio en ese esfuerzo
de los psicólogos por reducir el pensamiento
a una acción comenzada, o a una acción
elidida o representada y por asignarla a lo que
se supone coloca siempre al hombre a nivel de la
experiencia de un real elemental, de un real de
objeto que sería el suyo. Es harto evidente
que el pensamiento constituye para cada quien algo
poco estimable, que podríamos llamar una
vana rumiación mental: ¿pero por
qué desvalorizarla?
Todos se plantean a cada momento
problemas que tienen estrechas relaciones con esas
nociones de liberación interior y de manifestación
de algo que uno tiene incluido en sí. Desde
este punto de vista, se llega rápidamente
a un impasse, dado que todo tipo de realidad viviente
inmersa en el espíritu del área cultural
del mundo moderno, en lo esencial, da vueltas sobre
lo mismo. Por eso volvemos siempre al carácter
obtuso, vacilante, de nuestra acción personal,
y sólo empezamos a considerar que el problema
es confuso a partir del momento en que verdaderamente
tomamos las cosas en mano como pensadores, cosa
que no le ocurre a cualquiera. Todos permanecemos
a nivel de una contradicción insoluble entre
un discurso, siempre necesario en cierto plano,
y una realidad a la cual, a la vez en principio
y de una manera probada por la experiencia, no
se coapta.
¿No vemos acaso que la
experiencia analítica está profundamente
vinculada a ese doble discursivo del sujeto, tan
discordante e irrisorio, que es su yo? ¿El
yo de todo hombre moderno?
Un campo parece indispensable
para la respiración mental del hombre moderno,
aquel en que afirma su independencia en relación,
no sólo a todo amo, sino también
a todo dios, el campo de su autonomía irreductible
como individuo, como existencia individual. Esto
realmente es algo que merece compararse punto por
punto con un discurso delirante. Lo es. No deja
de tener que ver con la presencia del individuo
moderno en el mundo, y en sus relaciones con sus
semejantes. Seguramente, si les pidiese que formularan,
que dieran cuenta de la cuota exacta de libertad
imprescriptible en el estado actual de cosas, e
incluso si me respondieran con los derechos del
hombre, o con el derecho a la felicidad, o con
mil otras cosas, al poco andar nos percataríamos
de que es en cada uno un discurso íntimo,
personal, y que para nada coincide en algún
punto con el discurso del vecino. Resumiendo, me
parece indiscutible la existencia en el individuo
moderno de un discurso permanente de la libertad.
Ahora, ¿cómo puede
este discurso ponerse de acuerdo no sólo
con el discurso del otro, sino con la conducta
del otro, por poco que tienda a fundarla abstractamente
en este discurso? Es un problema verdaderamente
descorazonador, y los hechos muestran que hay,
a cada instante, no sólo composición
con lo que efectivamente cada quien aporta, sino
más bien abandono resignado a la realidad.
De igual manera, nuestro delirante, Schreber, luego
de haber creído ser el sobreviviente único
del crepúsculo del mundo, se resigna a reconocer
la existencia permanente de la realidad exterior.
No puede justificar muy bien por qué la
realidad está ahí, pero debe reconocer
que lo real efectivamente siempre está allí,
que nada ha cambiado notablemente. Esto es para él
lo más extraño, porque pertenece
a un orden de certeza inferior al que le brinda
su experiencia delirante, pero se resigna a él.
(sigue...) |