Sumario
“Voces en el tiempo”
III.- Lacan y el discurso de la libertad (I)
III.- Lacan y el discurso de la libertad (II)
III.- Lacan y el discurso de la libertad (III)
IV.- Menassa y la libertad de escribir (I)
IV.- Menassa y la libertad de escribir (II)
IV.- Menassa y la libertad de escribir (III)
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“Voces en el tiempo” Publicado en El indio del Jarama nº 33, 34, 35 y 36
I.- Epicuro saluda a Marx. Marx responde - II.- Freud y El estar en la cultura - III.- El discurso de la libertad - IV.- La libertad de escribir

La justificación de lo que se presenta con un sentimiento inmediato de obligación, la justificación del deber como tal, no simplemente de tal o cual de sus mandamientos, sino en su forma impuesta, se encuentra en el centro de una interrogación ella misma universal.

¿Somos nosotros, analistas, sencillamente en esta ocasión ese algo que acoge aquí al suplicante, que le brinda un lugar de asilo? ¿Somos nosotros sencillamente, y esto ya es mucho, ese algo que debe responder a una demanda, a la demanda de no sufrir, al menos sin comprender? Con la esperanza de que el comprender liberara al sujeto, no sólo de su ignorancia, sino de su sufrimiento mismo.

¿No es evidente, totalmente normal, que los ideales analíticos encuentren aquí su lugar? Ellos no faltan. Florecen abundantemente. Medir, localizar, situar, organizar los valores, como se dice en cierto registro de la reflexión moral, que proponemos a nuestros pacientes, y alrededor de los cuales organizamos la estimación de su progreso y la transformación de su vía en un camino, será una parte de nuestro trabajo. Por el momento, les enumeraré tres de estos ideales.

El primero es el ideal del amor humano.

¿Necesito acaso acentuar el papel que hacemos desempeñar a cierta idea del amor logrado? Este es un término que ya deben ustedes haber aprendido a reconocer, y no sólo aquí, porque a decir verdad no hay autor analítico que no se refiera a él. Saben que elegí a menudo aquí como blanco el carácter aproximativo, vago y mancillado de no sé qué moralismo optimista, por el que están marcadas las articulaciones originales de esa forma llamada la genitalización del deseo. Es el ideal del amor genital -amor que se supone modela por sí solo una relación de objeto satisfactoria -amor médico diría si quisiera acentuar en sentido cómico el tono de esta ideología -higiene del amor, diré para ubicar aquí aquello a lo que parece limitarse la ambición analítica.

Ésta es una cuestión acerca de la cual no nos extenderemos infinitamente, pues la presento incesantemente a vuestra meditación desde que existe este seminario. Pero, para darle aquí un acento más sostenido, les haré observar que la reflexión analítica parece eludir el carácter de convergencia de nuestra experiencia. Ciertamente, este carácter no puede ser negado, pero el analista parece encontrar allí un límite, más allá del cual no le es muy fácil ir. Decir que los problemas de la experiencia moral están enteramente resueltos en lo concerniente a la unión monogámica sería una formulación imprudente, excesiva e inadecuada.

¿Por qué el análisis que aportó un cambio de perspectiva tan importante sobre el amor, colocándolo en el centro de la experiencia ética, que aportó una nota original, ciertamente distinta del modo bajo el cual hasta entonces había sido situado el amor por los moralistas y los filósofos en la economía de la relación interhumana, por qué el análisis no impulsó más lejos las cosas en el sentido de la investigación de lo que deberemos llamar, hablando estrictamente, una erótica? Esto es algo que merece reflexión.

Al respecto, lo que incluí en el orden del día de nuestro próximo Congreso, la sexualidad femenina, es uno de los signos más patentes, en la evolución del análisis, de la carencia que designo en el sentido de una tal elaboración. Apenas es necesario recordar lo que Jones recogió de una boca que, sin duda, nada tiene de especialmente calificada a nuestros ojos, pero que se supone transmitió al menos en su texto correcto, con toda reserva, lo que cosechó de la boca de Freud. Jones nos dice haber recibido de esa persona la confidencia de que un día Freud le dijo algo así: Después de treinta años de experiencia y de reflexión, siempre hay un punto al que no puedo dar respuesta, y es ¿Was will das Weib? ¿Qué quiere la mujer? Más precisamente -¿Qué es lo que ella desea?- el término will, en esta expresión puede tener en lengua alemana este sentido. ¿Hemos avanzado mucho al respecto? No será vano mostrarles, dada la ocasión, qué suerte de evitación respondió en el progreso de la investigación analítica a una pregunta cuyo iniciador no puede decirse, empero, que haya sido el análisis. Digamos que el análisis, y precisamente el pensamiento de Freud, está ligado a una época que había articulado esta pregunta con una insistencia muy especial. El contexto ibseniano de fines del siglo XIX en el que maduró el pensamiento de Freud no podría descuidarse en este punto. Es, en suma, muy extraño que la experiencia analítica más bien haya ahogado, amortiguado, eludido, las zonas del problema de la sexualidad vista desde la perspectiva de la demanda femenina.

Segundo ideal, que es también cabalmente llamativo en la experiencia analítica -lo llamaré el ideal de la autenticidad-.
No necesito, pienso, enfatizar demasiado este punto. No se les escapa que, si el análisis es una técnica de desenmascaramiento, supone esta perspectiva. Pero, a decir verdad, esto llega más lejos.

La autenticidad se nos propone no sólo como camino, etapa, escala de progreso. Es también verdaderamente cierta norma del producto acabado, algo deseable, por lo tanto, un valor. Es un ideal, pero en base al que nos vemos llevados a plantear normas clínicas muy finas. Les mostraré su ilustración en las observaciones sumamente sutiles de Deutsch en lo concerniente a cierto tipo de carácter y de personalidad, acerca del cual no puede decirse que esté mal adaptado ni que falle en ninguna de las normas exigibles de la relación social, pero cuya actitud toda, cuyo comportamiento, es percibido en el reconocimiento -¿de quién?- del otro, del prójimo, como marcado de ese acento que ella llama en inglés el As if, que en alemán es el Als ob. Palpamos aquí cierto registro que no es definido ni simple y que no puede ser situado más que desde las perspectivas morales, que está presente, que dirige, que es exigible en toda nuestra experiencia y conviene medir hasta qué punto nos adecuamos a él.

 


Dibujo original de Miguel Oscar Menassa (D2375)

Ese algo armonioso, esa plena presencia, cuyo déficit podemos medir tan finamente como clínicos, nuestra técnica, la que bauticé con el desenmascaramiento, ¿no se detiene a mitad de camino respecto a lo que hace falta para obtenerlo? ¿No sería interesante preguntarse qué significa nuestra ausencia en el terreno de lo que podríamos llamar una ciencia de las virtudes, una razón práctica, un sentido del sentido común? Pues, a decir verdad, no se puede decir nunca que intervengamos en el campo de ninguna virtud. Abrimos vías y caminos, y allí esperamos que llegue a florecer lo que se llama virtud.

Asimismo, hemos forjado desde hace un tiempo un tercer ideal, que no estoy muy seguro de que pertenezca a la dimensión original de la experiencia analítica -el ideal de no-dependencia o, más exactamente, una suerte de profilaxis de la dependencia.

¿No hay aquí también un límite, una frontera muy sutil, que separa lo que le designamos al sujeto adulto como deseable en este registro y los modos bajo los que nos permitimos intervenir para que lo alcance?

Basta para ello recordar las reservas verdaderamente fundamentales, constitutivas, de la posición freudiana, en todo lo concerniente a la educación. Sin duda, nos vemos llevados a cada instante, y especialmente los psicoanalistas de niños, a avanzar en este dominio, a operar en la dimensión de lo que llamé en otro lado, en un sentido etimológico, una ortopedia. Pero es de todos modos llamativo que, tanto por los medios que empleamos, como por los mecanismos teóricos que colocamos en un primer plano, la ética del análisis -pues hay una- entrañe el borramiento, el oscurecimiento, el retroceso, incluso la ausencia de una dimensión cuyo término basta decir para percatarse de lo que nos separa de toda la articulación ética que nos precede -el hábito, el buen hábito.

Esto es algo a lo que nos referimos mucho menos en la medida en que la articulación del análisis se inscribe en términos harto diferentes de los traumas y su persistencia. Sin duda, hemos aprendido a atomizar ese trauma, esa impresión, esa marca, pero la esencia misma del inconsciente se inscribe en otro registro que aquel en el que, en la Ética, Aristóteles mismo acentúa con un juego de palabras, éthos/êthos.

Hay matices extremadamente sutiles que pueden centrarse en el término de carácter. La ética en Aristóteles es una ciencia del carácter.

Formación del carácter, dinámica de los hábitos, más aún, acción dirigida a los hábitos, al adiestramiento, a la educación. Deben recorrer esa obra tan ejemplar, aunque más no sea para medir la diferencia de los modos de pensamiento que son los nuestros con los de una de las formas más eminentes de la reflexión ética.

 

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