Sumario
XXXVI
XXXV

 

Medicina psicosomática (I)
Medicina psicosomática (II)
 
La ansiedad
De lo que no se puede hablar... lo mejor es hablar
Miguel O. Menassa
Sobre las relaciones de pareja
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LIBROS DE
MIGUEL OSCAR MENASSA

MONÓLOGO ENTRE LA VACA Y EL MORIBUNDO

XXXVI

Los recuerdos más tibios siempre llegaban en sus labios. Se veía nítidamente en sus palabras el color de los árboles, la ternura de su niñera siempre limpia, el ruido de sus pequeños pies corriendo por el camino de piedras que llevaba desde la casa a la cueva donde dormía el inmenso tesoro de su familia.

-Mis padres, me dijo una mañana calurosa, influidos por Sartre, me dieron la llave de la cueva cuando cumplí siete años. Cuando mi padre me entregó la llave me dijo: “Esta llave, hijo mío, es la llave del tesoro de la familia y, también, es la llave de tu razón. Úsala con cuidado.”

Después de las palabras de mi padre, hubo un silencio profundo interrumpido a instantes por las tosecitas nerviosas de mi madre. Aprovechando el anonadamiento general que habían producido las palabras de mi padre, me metí la llave en el bolsillo.

Fue mi madre la que rompió el silencio preguntándome directamente a mí si no iríamos ya mismo a conocer la cueva.

Metí la mano en el bolsillo donde tenía la llave pensando que me la iban a quitar y dije nervioso:

-No, ahora no, prefiero ir a festejar mi cumpleaños.

Mi padre sonrió como si le hubiese agradado la respuesta que le di a mi madre, su mujer, y entramos todos siguiendo a mi padre que indicaba el camino al comedor para sentarnos a la gran mesa triangular donde cenábamos en las fiestas.

Antes de sentarnos cada uno en sus lugares habituales (papá en la cabecera, a su costado derecho mamá, a su costado izquierdo la hermana menor de mi madre [que como en el caso de Freud, era de ella de quien mi padre estaba enamorado] después el resto, hijos, servidumbre, abuelos, se sentaban al azar según iban llegando ocupando así los lugares restantes) papá me cogió de un brazo y me dijo:

-Hoy, tú aquí, en la cabecera de la mesa. A partir de hoy tú ocuparás mi lugar y dirigiéndose al resto, a partir de hoy mi hijo Romualdo es vuestro amo.

Menos mamá que tosía nerviosamente, el resto asintió con movimientos de cabeza y todavía, antes de cumplir las indicaciones de mi padre de sentarme a la cabecera de la mesa, me aseguré que la llave estuviera en su lugar. Mi padre que se dio cuenta del movimiento me dijo:

-Si tienes miedo de perderla puedes atártela al cuello, así no la perderás y estando atada a tu cuello nadie podrá robártela.

- ¿Por qué? pregunté rápidamente, mientras me ataba la llave al cuello con un cordel hecho con los cabellos de una prostituta francesa que mi padre compró y mandó pelar para la ocasión.

-Ya lo sabrás, dijo mi padre como única respuesta. Y yo, que ya había sentido algo raro las veces que quise comprobar que la llave estaba todavía en mi bolsillo, le pregunté en tono de broma:

- ¿Qué, la llave tiene poderes?

Mi padre volvió a sorprenderme con su respuesta:

-La llave no, y levantando alegremente su copa de vino, pero tu corazón sí, tiene poderes.

Concluido ese pequeño diálogo con mi padre, ya estábamos todos sentados, me di cuenta que mi madre y su hermana, Conchi Serena, quedaban sentadas muy cerca de mí. Comencé a jugar nerviosamente con los cubiertos y no podía de los nervios llevarme bocado a la boca.

- ¿Te pasa algo? preguntó mi padre y yo, al borde del llanto, al borde de ponerme a llorar de nervios, balbuceé que sentía... que mamá y su hermana (mi tía Conchi Serena) quedaban de esa manera, con el cambio de nuestros lugares, muy cerca de mí y muy lejos de él.

- ¿Y acaso tú prefieres otra cosa? dijo mi madre entre un montón de tosecitas nerviosas.

-Sí mamá, yo prefiero...

Antes de seguir di una mirada rápida y fulgurante a toda la mesa, estaba claro que había levantado una expectativa muy grande en todos los comensales. En el “yo prefiero” hasta mi padre pensó que yo podía haber decidido su desaparición, mi madre lloraba sin consuelo y Conchi Serena arrodillada a mis pies me suplicaba que dejara las cosas como estaban. Sintiendo por primera vez ser el amo retomé la frase y concluí:

-Sí, yo prefiero que ustedes, madre y su virginal hermana, vayan a jugar con las otras niñas y a mi lado, uno a cada costado de mí, cuidando mis espaldas y también, mi frente, a partir de hoy mismo y hasta que yo me sepa cuidar solo, me acompañarán, Juan, el karateca ciego y la señorita Cienfuegos (llamada así, porque era capaz de disparar de espaldas cualquier arma y dar en el blanco hasta a 200 metros).

Mi padre esta vez no levantó con alegría su copa de vino, sus dos mujeres se habían desmayado en posiciones ridículas sobre la mesa y el resto del personal gritaba ¡VIVA ROMUALDO! ¡VIVA ROMUALDO! Era la primera vez que los vivas del personal eran para mí y no para mi padre, y ahí, me emocioné por primera vez. Después, concluida la cena, decidí, guiado por el karateca ciego y la señorita Cienfuegos siempre de espaldas, mi primera visita a la cueva del tesoro.

-¿Puedo continuar, doctor, me queda algún tiempo?

-Tiempo le queda pero usted mismo ha interrumpido las asociaciones, mejor continuamos la próxima.


Dibujo original de Miguel Oscar Menassa (D2895)


Dibujo original de Miguel Oscar Menassa (D2893)

Se levantó jovialmente del diván (era como un niño) y antes de apretarme la mano calurosamente para despedirse, me dijo:

-Hoy usted no ha hablado una sola palabra, pagaré doscientos dólares -y todavía antes de irse- gracias doctor, nos vemos mañana.

Romualdo era sin dudas, si cabe decirlo así, mi mejor paciente. Siempre elegante, nunca me daba ningún sentimiento encontrármelo en reuniones, en fiestas, por la calle, y además me pagaba según el silencio que yo podía sostener mientras él hablaba. Estaban los días como hoy que me pagaba doscientos dólares (una exageración) y había otros días que conversábamos los dos amablemente y me pagaba 20 dólares (a mi entender, otra exageración). Pero Romualdo, me gustaba. Padecer, en realidad, no padecía de nada, sus enemigos en el intento de restarle prestigio y reconociendo su salud, decían, cuando se contaba alguna hazaña de Romualdo:

-Sí, qué gracia, no tiene ninguna enfermedad, no tiene ninguna enfermedad, pero psicoanalizarse siete veces por semana con el doctor Menassa, ¿no es acaso una grave enfermedad?

Cuando se cumplieron diez años de nuestro primer encuentro (cuando me consultó su padre anciano a punto de morirse porque Romualdo no podía salir de la cueva del tesoro, porque le daba una angustia mortal todo lo que no fuera estar dentro de la cueva) yo mismo se lo dije:

- Mire Romualdo, espero que usted no lo tome a mal, pero ya no es tan necesario que siga viniendo a verme a la consulta. Él, en principio no dijo nada, se quedó callado, tocó dos o tres veces la llave de la cueva del tesoro de su familia, que todavía a pesar de los años colgaba sobre su cuello y me dijo, muy lentamente como si esta vez por primera vez en diez años Romualdo midiera sus palabras:

- He notado que usted dijo que yo no lo tomara a mal, y recalcó el “No” de una manera maliciosa y también me dijo que no es tan necesario, aumentó esta vez su malicia cuando recalcaba el segundo “No” de mi frase. Cuando usted pueda decirme (imitándome): “Mire Romualdo, se acabó”, ese día me voy y doy por concluido mi tratamiento psicoanalítico, pero no hoy donde usted en realidad me dijo: “Mire Romualdo, espero que usted no tome a mal que yo quiera suspender su tratamiento en mi consulta, cuando es tan necesario para usted que siga viniendo a mi consulta a psicoanalizarse.”

Cuando yo le dije “continuamos la próxima”, él se levantó jovialmente, me estrechó la mano calurosamente, pero me pagó sólo 20 dólares y me dijo:

-Hasta mañana, gracias doctor, gracias.

XXXV

Siempre fue necesario saber en qué lugar me encontraba, qué nombre tenía, a quién correspondería con mis amores. Al borde mismo de cumplir 60 años y nunca había sido libre.

Sesenta años exactos se habían llevado mis padres, la universidad, mis hijos, mis matrimonios, mis compromisos sociales, mi trabajo. Hasta aquí, escribir, también, fue un encadenamiento. No hubo verso ni soledad que no le debiera a alguien. Cada mañana, al levantarme, durante 60 años, siempre sabía lo que tenía que hacer.

Un polvo, un beso, un café, más besos, saludos en varios idiomas y luego durante todo el día, dándole la mano a infinitas personas que estaban infinitamente alejadas de mí.

Mientras yo perdía mi vida de encadenamiento en encadenamiento, papá y mamá morían. Él como un legionario, agarrado a los barrotes de la cama, como si fueran los barrotes de su celda interior; ella como una doncella de una familia rica, barriendo la vereda.

Derramé algunas lágrimas y soldé los eslabones unos con otros para que resultara casi imposible liberarme. Después no era difícil pensar que yo me sentaría en la puerta de algunas de las casas que había comprado con el dinero ganado con mi propia angustia, a esperar que la próxima muerte fuera mi muerte. Pero, en realidad, ocurrió todo lo contrario.

Me levanté una mañana sin saber cuál sería mi próximo paso.

Y ese día fui, por primera vez en mi vida, feliz.

Até y desaté, con parsimonia, los cordones de mis zapatos, no tanto porque estuvieran mal atados o flojos sino, fundamentalmente, porque ninguna otra cosa me tiraba para adelante. Como todos los días anteriores, esta vez, estaba como clavado en el juego de atar y desatar los cordones de mis zapatos que había comprado en una zapatería de mi pueblo. Mientras, ataba y desataba eso que sin querer se llamaban nudos, como los nudos de mis estudios superiores en la Escuela de Psicoanálisis, ya que al hacerlo podía ver con claridad, y cualquier otra persona que estuviera cerca también lo vería, que de un lado estaba la vida y que del otro lado estaba el sentido y vida y sentido estaban separados, definitivamente separados por el agujero inexistente de lo que había caído sin existir previamente.

Mi vida no tenía sentido, la vida de las personas que me rodeaban no tenía sentido, mis amores, mis locuras, mis juegos infantiles no tenían sentido. El deseo había tocado nuestras vidas, ya ni siquiera teníamos ser, o mejor dicho nuestro ser eran nuestras variadas profesiones, médicos, poetas, escritores, novelistas, pintores, consejeros del alma, tratantes del espíritu, chulos de la angustia.

Vivíamos prácticamente de la angustia del mundo. Había una guerra, nos llamaban, pero no a pelear como a todo el mundo, a nosotros nos llamaban para calmar los ánimos, para que los generales no tuvieran angustia cuando tenían que ordenar matar, para que los soldados no temblaran en el momento de apretar el gatillo. Cuando alguien moría nos llamaban, pero no para festejar estar vivos como el resto de la población, sino para atender los ataques histéricos de los más sensibles, al horror de sentirse contentos por no ser ellos mismos los muertos. Y cuando había una boda, también, nos llamaban, pero no para emborracharnos, como cualquier cristiano en una boda, sino para calmar al padre de la novia o enseñarle al novio cómo se violan las vírgenes o abreviar la tensión de la novia al darse cuenta que su nuevo esposo no era tan hombre como él mismo le había prometido.

(sigue...)

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