Sumario

MIGUEL MENASSA
Facultad de Medicina de Alcalá de Henares
13 de abril de 2011

La transferencia en psicoanálisis (I)
La transferencia en psicoanálisis (II)
Amelia Díez Cuesta
La sexualidad femenina (I)
La sexualidad femenina (II)
La sexualidad femenina (III)
Periodismo de investigación
Avatares de lo sexual
Miguel O. Menassa
Sobre las relaciones de pareja
Sigmund Freud
Inhibición, Síntoma y Angustia (1925-6) (III)
Descargar nº 133
en PDF

SOBRE LAS RELACIONES DE PAREJA

Viene de Extensión Universitaria nº 132

-Debo decirlo aunque no me guste.

Evaristo iba una vez más por la verdad que, tal vez de algún modo, produciría.

El encuentro de estas dos mujeres entre sí contando con mi presencia, me había hecho experimentar en una semana lo que nunca me había ocurrido en toda mi vida.

Primero fui medio impotente.

Después yo fui el celoso. Y más tarde, yo era el que tenía ansiedad por volvernos a encontrar.

O algo había cambiado de manera fundamental en mi vida o tendría que reconocer: esta vez, con dos mujeres, había fracasado.

Por momentos me gustaba lo del cambio fundamental, por otros momentos me sentía un boludo con tendencia al fracaso amoroso.

-Yo te amo. Yo te amo, me gritaba ella desde el baño mientras se lavaba la concha, una vez más.

Y yo, enternecido le leía en voz alta, a los gritos, superando el ruido del agua contra su cuerpo, un poema de Carriego, donde tarde o temprano morimos todos:

“Una tarde ya nadie nos verá pasar por esa esquina”.

-Yo te amo, te amo, repetía ella mientras se terminaba de vestir y luego se acercaba para besarme, enamorada y llena de deseos y antes de irse, me pedía 100 dólares para tomar un café.

A mí, el café, siempre me pareció un artículo de primera necesidad barato, mucho más económico que un abrigo de visón y mucho más comestible que una zanahoria entera, para un viejo sin dientes.

A veces, Evaristo hacía como que recordaba.

-Me quitaba los dientes postizos y los ponía en un vaso con agua que, siempre, dejaba en el botiquín del baño.

Cuando lo hacía delante de alguien, esa era la mayor prueba de confianza que yo podía brindar.

Esa noche me quité la dentadura postiza y mi lengua comenzó a tomar proporciones importantes, y comencé a pasearme por esas dos conchas hambrientas y sedientas, con la intención de saciarlas.

No conseguí saciarlas, pero el estremecimiento de los primeros momentos durará décadas. Así que si hemos gozado del estremecimiento de todos los comienzos, en ese primer beso que nos dimos, ahora, como diría Menassa, tendremos que escribir aunque todo nuestro goce futuro sea eso, escribir.

Las conclusiones a las cuales había arribado Evaristo, no se las podía decir a nadie, ni siquiera se las podía decir a sí mismo.

-Cómo decirle a Zara, a Josefina, a Clotilde que las cosas que escribirmos no las podremos vivir.

Cómo decirme a mí mismo, que nunca estaré con esas dos maravillosas mujeres...

Ella estiró sus piernas como jugando con el infinito y comenzó a repetir su propio nombre. Después me llamó y me dijo:

-Ven, mi corazón te llama.

Y yo creí que me decía: Mi concha querido, es el corazón del mundo y si no me crees, se lo preguntaremos a ella.

-Dime bonita, cuando le chupás la pija a este hombre tan hermoso, ¿qué ves?

-Tu concha querida, tu piel de canela, mis olores de mujer casi virginial en tu cuerpo de mujer.

-Tal vez ya haya pasado todo y yo, todavía, estoy esperando el primer encuentro.

Tal vez mañana, me levante con un dolor de cabeza considerable y la nariz tapada por un moco incipiente.

Ahora una ansiedad me quiere llevar por delante, pienso que es el efecto de amores exagerados sobre el poeta.

Me siento amordazado. Voy hacia ellas sin voluntad propia, algo juvenil, que no soy yo, me arrastra al encuentro con esas dos mujeres que quieren verificar mis versos en carne viva.

Pasa un amigo de Gustavo por mi casa y al verme tan preocupado por las mujeres, me pregunta:

-¿Por qué no me doy con una línea de merca?

Le contesto mal. En lugar de contestarle:

-Yo no me doy con esa porquería.

Le contesté:

-No me doy porque no tengo. Y fue así como aquí estoy tratando de hacer el amor con dos mujeres, drogado con la droga de fin de siglo.

La blanca, la pura, la invisible, la intocable cocaína de los grandes hombres, de los grandes hombres de negocios, de los presidentes de empresas y gobiernos, de los jugadores, de los trasnochadores, de los cantantes, de la gente de la noche, pero también, de la gente del día, de los leprosos del siglo XX.

La superpotencia atacó mi alma a causa de esa frase mal hilvanada frente al amigo de Gustavo.

El amigo antes de irse pudo decirme su verdad:

-Mirá, la merca te da una fuerza que, a la larga, te la quita.

Y yo me dije:

-Hoy a vivir, pero mañana debo pensar todo de nuevo.

Mientras tanto, también, me daba cuenta que muchas cosas que el hombre hacía le daban una fuerza que, después, se la quitaban. Para poner algunos ejemplos: El amor, las vacaciones, las conversaciones con los amigos, los celos, el buen vino en buena compañía.

Tal vez... Evaristo insistía en su juego, no debería cambiar una droga festiva como la marihuana, por otras más inhumanas que te hacen creer que el hombre puede lo que no puede.

Basta de ejercer violencias sobre mí, que ya estoy por cumplir 60 años.

-No lo parece, mi amor, dijo Josefina, y mientras yo te ame, no lo parecerá.

Ella decía por decir, pero había verdad en lo que decía. Tal vez, para nosotros, hombres de nuestra edad que queremos seguir garchando, la droga es la yerba buena.

Y ella preguntó feliz:

-¿Y qué hacemos con el mundo, mi amor? ¿Con el mundo que está todo podrido, mi amor, qué hacemos?

-El que quiera tomar un poco de alcohol, fajarse o montar a caballo hasta morir, nadie le dirá nada, pero la droga, para nosotros, hombres de nuestra edad, es la yerba.

Aunque a decir verdad, cualquier droga, cualquier amor que ponga eternidad en nuestro tiempo cotidiano, alivia o rechaza toda reflexión moral.

-¿Bailamos? me dijo ella que, algo, comprendía lo que me pasaba.

Y yo tomándola en mis brazos, la arrastré por el piso, como cuando se baila muy bien un tango y le dije sollozando:

-Ya no puedo controlar el amor, porque el amor para mí, ya es un montón incontrolable de mujeres.

Ella, cuando bailaba, viviendo la vida para atrás, daba sus mejores pasos.

-Mi amor, mi pequeño, no te pongas así, me decía. El gran Menassa, dice que todas las mujeres, sólo son dos mujeres.

Llegué a casa roto, semimuerto, contento, pero roto.

Tal vez, me dije, los psicoanalistas deben psicoanalizarse todo el tiempo que trabajen de psicoanalistas.

Tal vez, la función de la Supervisión en psicoanálisis, muestre con claridad, la distancia existente entre el lugar del psicoanalista y el psicoanalista concreto, sujeto de la supervisión.

Y, tal vez, sin darme cuenta, vuelva a recalcar la importancia de la mujer en las próximas décadas.

Mis pensamientos me llevaron hasta sentirme un hombre fuerte, enamorado y bailé hasta las seis de la mañana sin parar. Después, la agarré de los pelos y le di media vuelta. La apoyé delicadamente contra el escritorio, con sus tetas sobre el cuaderno de bitácora y me la garché por el culo al estilo clásico.

Todo goce.

Primero le chupé el culo casi quince minutos, después, en una posición rara, mientras ella también, me chupaba, le metí dos dedos (el índice y el medio) que mezclados con la saliva se introdujeron con una facilidad asombrosa.

Ella exclamó:

-Rompeme toda, métemela por el culo, por favor.

La besé, la besé, la besé y ella comenzó a mover su culo de un lado para otro. Mimosa, murmuraba frases sueltas:

-Huy, hay, hay, jajajhsj jshsuyuyjalslsslsiiounicohayhayah.

Después tomé un taxi rápido para ir a dar una charla sobre el dinero.

En este momento, antes de acostarme, me siento absolutamente traspuesto.

Ella, sin embargo, me espera y haberlo escrito me dio una sensación en la punta de la pija.

A veces, más que viejo, me siento un poco antiguo, siempre pensando en garchar. Alguna vez debería hacer algo.

Mañana le pediré que baile para mí, pero no lo hará. Me querrá conformar chupándome la pija, pero no bailará.

Después, cuando me adormezca, ella comenzará a bailar.

Mañana, me digo, tendría que poder volver a una vida normal.

-¿Qué estás escribiendo? preguntaba ella paseándose por mi mirada.

Y yo, que estaba un poco mareado con lo que estaba escribiendo le dije:

-No sé, si estoy escribiendo el capítulo X de la novela o las confesiones de un condenado a la realidad.

-Y ¿cuál es la diferencia? preguntó ella ingenuamente.

-Pues es muy sencillo, de ser un capítulo de la novela, para ser escrito fue necesario el mecanismo de sublimación, la presencia del amor en mi vida. De ser las confesiones de un condenado a la realidad, el mecanismo en juego es la represión, la presencia de la enfermedad en mi vida y, además, cualquier lector se da cuenta que eso está mal escrito.

-Ah, dijo ella, quiere decir que cuento con las frases necesarias para sentirme amada durante los próximos cincuenta años. Que con cada nueva mujer que hacés el amor, yo también hago ese amor, por eso debo amarte cada día más, aunque no me hablés por teléfono para avisarme que estás haciendo el amor con otra mujer, yo cada día te amo más.

Cuando sonó el timbre pensó que eran Clotilde y Zara, que ve-nían a proseguir la lectura y guardó lo que había escrito en el cajón central del escritorio.

Cuando abrió la puerta, Zara y Clotilde venían acompañadas por Josefina.

(Continuará)

Capítulo X de la novela "El sexo del amor"
Autor: Miguel Oscar Menassa

LA REVISTA DE PSICOANÁLISIS DE MAYOR TIRADA DEL MUNDO